Unidos a Cristo – V Domingo de Pascua

Juan Carlos Rivera Zelaya

mayo 9, 2020

Avanzamos en la cincuentena Pascual. Aunque este año 2020 ha sido particularmente especial por la crisis del coronavirus y tantos sucesos que han pasado en el mundo, debemos también estar seguros de que nos ha permitido reflexionar y doblar rodillas pidiendo a Dios misericordia y compasión. La crisis del coronavirus se ha vuelto el momento especial, un tiempo de gracia, un kairós para volver a Dios.

La liturgia de la Palabra de este domingo nos sigue invitando a reflexionar en torno al gran misterio de la Resurrección del Señor. Pero, desde el domingo pasado IV del tiempo Pascual, El Espíritu Santo y la Iglesia nos está invitado a fijar nuestra mirada ya no en la Resurrección del Señor, sino en la nuestra. ¿Cómo será ese misterio de la Resurrección y qué hacemos mientras eso suceda?

La fiesta de la Ascensión del Señor, que pronto celebraremos, nos hará entender esta verdad: Dios viene (encarnación) y asume nuestra naturaleza, para que, restaurándola por medio de su Resurrección, nosotros unidos a Él por el bautismo en la Iglesia, ascendamos a una nueva condición, en comunión con la Santísima Trinidad. Este es el gran misterio de la fe cristiana: que seremos uno en Dios, por Dios y con Dios.

1. Unidos a Cristo: pueblo sacerdotal

La segunda lectura explica este gran misterio con gran profundidad teológica. A partir de una analogía arquitectónica, el apóstol san Pedro explica que somos piedras vivas de una construcción en la que Cristo es la “piedra angular”. En las construcciones antiguas había una piedra sobre la que descansaba el peso y la carga de todo el edificio: lo mismo dirá san Pablo al referirse a la Iglesia como el cuerpo, cuya cabeza es Cristo (cf. Col 1, 18).

Como recordábamos el domingo pasado el Señor nos llama a estar en su redil, a permanecer dentro de su grey. A formar la Iglesia que hoy es presentada como una casa espiritual, un pueblo santo, una nación consagrada. Todas esas explicaciones que se daban sobre el pueblo de Israel (cf. Ex 19,6); ahora son atribuidas al nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia (cf. LG 2). En este pueblo entramos por medio del bautismo y nos asociamos al misterio de Cristo, nos unimos de tal modo a Él por la acción del Espíritu Santo que somos llamados hijos de Dios (cf. Rm 8,16).

2. En las primeras comunidades

Esta concepción de un pueblo elegido y dirigido por el Espíritu Santo, asociado a Cristo, estaba muy presente en las primeras comunidades cristianas. Es un hecho que entre los primeros discípulos del Señor estaba presente, puesto que ellos manifestaban con sus obras, palabras y oraciones al mismo Cristo. Inclusive se exhortaban a tener los mismos sentimientos de Cristo, puesto que estaban unidos a Él por el bautismo (cf. Fil 2, 1-11).

Pero, a pesar de que era una realidad presente, en las primeras comunidades costó que esta verdad de la fe cristiana se llevara a la práctica fácilmente. Algunos, por ejemplo, excluían tanto de la comunidad, como del servicio religioso y las atenciones caritativas a los que no eran judíos. La escena de la primera lectura de este domingo se engloba dentro de una discusión entre los judíos y los griegos. Para estos últimos, los judíos los excluían no solo de la misma comunidad, sino inclusive hasta de la caridad.

Los apóstoles, como hombres inspirados por el Espíritu Santo, en colegialidad resolvieron el asunto de una manera espectacular. No simplemente eligieron a judíos para atender a los griegos; y quedaban unos molestos y los otros contentos. Les recordaron a los griegos que ellos también eran miembros de la comunidad y los pusieron a servir, a ejemplo de Cristo, y puesto que estaban unidos a Él, los invitaron a imitarlo. El problema seguro no se resolvió, pero dejó un precedente en la historia de cómo el Espíritu Santo va conduciendo a la Iglesia, y como Cristo mismo se hace presente en medio de ella, por medio de aquellos que están unidos a Él.

3. Unidos con Cristo, hacemos su obra

El evangelio de este domingo es muy especial. Está englobado dentro un gran discurso que Jesús dice a sus discípulos del capítulo 13 al capítulo 17: es un discurso de despedida, en la última cena antes de ser ejecutado. Aunque pertenece a la segunda parte del evangelio de san Juan, el texto recoge y conecta todas las realidades que hemos venido meditando estos días.

Donde yo estoy, estén también ustedes: Lo hemos recordado al inicio de esta reflexión. El bautismo y la Eucaristía (los sacramentos por excelencia) son los que permiten al humano unirse, comunicarse, comulgar con Cristo. Esta unión se da realmente y esencialmente por la acción del Espíritu Santo en el agua y el pan. Las habitaciones de la casa del Padre son simplemente una figura para mostrarnos la gran alegría que implicará la unión en Cristo por el Espíritu Santo al Padre.

Nadie va al Padre sino por mí: Por él, con él y en él. Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres, como dice Filipenses. La vida cristiana consiste en entender que, gracias a la acción redentora de Cristo, la comunión con Dios Padre es posible. Pero no es una comunión inestable o virtual, es una comunión auténtica, personal y existencial que implica la búsqueda constante de una persona, el conocimiento y todo su ser (camino, verdad y vida).

También él hará las obras que yo hago: Esto es algo muy interesante no solo desde el plano del servicio, como lo hemos visto arriba; sino desde el plano del poder de Dios. La comunión con Dios implica una “deificación” del ser humano en cuanto asociado a la naturaleza humana redimida de Jesús, que está unida a la naturaleza divina del Verbo. Esto implica una participación en la vida divina de los “santos”; es decir de aquellos que han alcanzado ya por gracia o por gloria una comunión íntima con el Señor. Este es quizás el mayor fundamento bíblico de la intercesión de los santos que se pueda encontrar.

Si realmente nos unimos a Cristo, creamos hermanos que somos transformados en Él. Cristo se vuelve nuestro hermano, y somos hijos de Dios en el Hijo:

«Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.» (Jn 1,12-13).

En resumen, visto desde nuestra resurrección, ya que somos hijos de Dios así como Cristo Resucitó también nosotros resucitaremos. Mientras tanto, pidamos siempre al Espíritu Santo que nos haga exclamar: «Padre», para que nos sintamos (y más importante tengamos una experiencia vital) Hijos de Dios en el hijo. De esto depende de nuestra conducta, nuestra salvación, nuestra vida diaria, nuestra felicidad.

¡Feliz domingo!

Hch 6,1-7

1Pe 2, 4-9

Jn 14,1-12

 

Juan Carlos Rivera Zelaya

Sacerdote de la Diócesis de Jinotega - Nicaragua. Licenciado en Teología Dogmática por la Universidad de Navarra - España. Fundador del blog Paideia Católica sobre formación católica

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