¡Feliz domingo hermanos! Otro domingo más de esta situación de coronavirus. Y aunque parece que en Europa la situación está mejorando poco a poco, al parecer en algunos países de América, la situación se está volviendo preocupante. Sistemas de salud colapsados, desinformación y el peligro de “la economía en quiebra”. Pero el Señor no nos deja solos: el nos promete un Paráclito que estará junto a nosotros siempre.
La Pascua continúa su camino y estamos llegando casi al final de Ella. De hecho, en la liturgia de este domingo comienza a aparecer la “promesa del envío del Espíritu Santo”: un espíritu vivificador que nos mostrará el amor del Padre en unión con el Hijo. Siguiendo el hilo conductor que hemos llevado a lo largo de esta serie de reflexiones, continuaremos hoy explicando cómo la Trinidad nos invita a entrar en una comunión de amor con Ella, pero a partir de hoy iremos acentuando el aspecto pneumatológico (el Espíritu Santo).
1. Confirmados en el Espíritu
La primera lectura está dividida en dos partes. La primera parte narra cómo Felipe, el diácono y no el apóstol, evangelizó la región de Samaría. Es interesante que el diácono evangelizara esa región, pues como recuerda el mismo evangelista san Lucas en su primera obra, los judíos no querían a los samaritanos (cf. Lc 10, 25-37). Pero más interesante aún es la segunda parte: al darse cuenta los apóstoles que había creyentes en Cristo y habían sido bautizados, dos de ellos fueron a imponerles las manos para que recibieran el Espíritu Santo.
Dos datos interesantes a tener en cuenta para esta reflexión entonces son: en primer lugar, la apostolicidad de la fe. Los apóstoles – y en nuestro tiempo sus sucesores – son los que nos confirman en la fe. Sin ellos, nuestra fe cojea o hasta se puede tambalear. Y aunque por el bautismo seamos incorporados al misterio de Cristo, sin la confirmación de los apóstoles, este misterio no está completo por la ausencia del pentecostés personal, necesario y fundamental en la vida cristiana.
En segundo lugar, es precisamente el pentecostés personal que los habitantes de Samaría experimentaron cuando los apóstoles impusieron sus manos sobre ellos. Esto, obviamente es el fundamento bíblico del sacramento de la confirmación, pero más allá de eso es el fundamento existencial y espiritual de la vida cristiana. Sin el Espíritu Santo el cristiano es un seguidor de Cristo, pero no es otro Cristo, puesto que como dice san Pablo sin Él no damos testimonio de que somos hijos de Dios, y tampoco experimentamos su amor.
«El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.» Rm 8, 15.
2. Vivificado en el Espíritu
La segunda lectura nos acerca a la vida espiritual de Cristo. El objetivo y el trasfondo de la primera carta del Apóstol san Pedro es buscar que los lectores nos cristifiquemos, nos configuremos de tal manera con Cristo, que en nosotros sus seguidores, realmente encuentren un verdadero imitador del Señor. En este sentido se entiende la exhortación del Apóstol que afirma a dar razón de nuestra esperanza. Ciertamente en medio del mundo en el que vivimos, cada vez más cuesta hacer eso. Los cristianos somos más y más atacados. A veces nuestros propios pecados e incongruencias son motivo de escándalo y menos de evangelización. Pero, aun así, debemos saber dar razón – no solo a nivel apologético, sino sobre todo testimonial – de nuestra fe.
Un aspecto importante y que entra en conexión con las otras reflexiones que hemos hecho es el final de esta segunda lectura. San Pedro asegura que el Señor fue muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu. Es interesante cómo se explica que la obra de la Resurrección fue obra del Espíritu Santo. Un espíritu al que nosotros también aspiramos y que será también el que nos resucite para darnos una vida nueva. Tal y como dice san Pablo:
«Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros.» Rm 8, 11
3. Unidos en el Espíritu
El evangelio de hoy se contextualiza en torno a la despedida del Señor con sus discípulos. Imaginemos la escena: Jesús está a punto de entregarse para nuestra salvación y está con sus amigos en la última cena. Les está dando sus últimos consejos, se está abriendo a ellos – por los que va a dar su vida –, está a punto de sufrir por amor. Jesús al expresar todo eso, habrá notado que sus discípulos estaban también sufriendo: su maestro y amigo se estaba despidiendo y ellos sabían que el Señor estaba siendo perseguido.
En primer lugar, pide con insistencia, tanto al inicio como al final del texto que hemos leído, que lo amemos con mucha intensidad. Pero no lo pide porque a Él le convenga o le “interese” en plan egoísta como muchos piden que los amen o los “sigan” (les den like) por un interés económico o por alcanzar una meta. El interés de Jesús para que lo amemos es un interés en favor de nosotros. El amor es el vínculo que hará posible guardar el mandamiento que Él nos ha dejado: que nos amemos los unos a los otros.
Es precisamente el amor (la caridad) como un don del Espíritu Santo, el que cohesiona también la fe y la esperanza. En este vínculo de unidad entre Dios y los hombres, por el amor de Dios, que es el mismo Espíritu Santo operando en nuestras vidas, es que podemos tener acceso a la comunión de vida Trinitaria (fe) y esperar en Ella (esperanza). Como dice el Evangelio:
(Sobre el Espíritu) «[…] Ustedes, en cambio, lo conocen, porque mora con ustedes y está en ustedes […] El que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él»
Por eso se entiende que llegamos al Padre, en Cristo por el Espíritu Santo. La vida cristiana es un retorno a Dios en el que dado el caso de que fallase o el Padre o el Hijo o el Espíritu Santo, no se entendería bien cómo se produciría el movimiento de la salvación. Por eso, el Señor nos promete enviarnos al Espíritu Santo, para asegurarse que el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, esté operante en nuestros corazones. Solo fruto de ese amor, se entiende que amemos también a nuestros hermanos. Solo fruto de ese amor, también, se entiende que alcancemos la Vida, la Resurrección.
El Señor no nos deja solos. Confiemos, esperemos, pero sobre todo amemos. Mostremos el amor de Dios a nuestros hermanos. Si realmente he tenido un encuentro personal con Cristo, también lo he tenido con su Espíritu y, por ende, el amor de Dios me ha sido manifestado. Hoy es una gran oportunidad mostrar ese amor, cuidándonos y cuidando a los demás.
«Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» Rm 5,5.
¡Feliz Domingo!
Hch 8, 5-8.14.17
1Pe 3,15-18
Juan 14,15-21
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