La liturgia del domingo es un aliciente en la vida espiritual, pues nos permite asociar – al menos una vez a la semana – la experiencia de la Pascua del Resucitado con la esperanza de nuestra propia Resurrección. Esa asociación o unión, se realiza por los dos banquetes que nos ofrecen la Eucaristía: la Palabra y la Sagrada Hostia. En ambas, Nuestro Señor se hace presente de una manera real y sacramental, respectivamente.
La liturgia de este domingo nos permite profundizar en el misterio del Reino de Dios y cómo este se va instaurando en la vida personal y comunitaria del creyente. El mensaje – sobre todo del Evangelio de este domingo – es claramente una llamada a la paciencia, a la escucha y a la espera del Gran día en el que ese Reino se instaure completamente en la vida comunitaria y en la vida personal.
Paciencia del Dios de Israel
La primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría. Pertenece a una sección apologética en la que el autor sagrado compara al Dios de Israel con los «dioses» vecinos. El aspecto interesante de esta comparativa es que la fuerza del Señor, del Dios de Israel, radica en su amor y misericordia, en su paciencia con respecto a la idea de dioses que circundaban al pueblo de Israel.
«Juzga con moderación y nos gobiernas con prudencia». El Dios de Israel no se deja guiar por la ira o la precipitación ante el mal y sabe esperar el momento para hacer el juicio y darle oportunidad al pecador para que se convierta. Este modo de proceder de Dios, se vuelve una norma de vida para el justo, pues debe imitarlo: la paciencia ante el mal se vuelve así en un distintivo que debe diferenciar a un creyente en Dios.
Obra del Espíritu
Esta paciencia ante el mal, y este «parecerse a Dios» se logra solo a partir de un esfuerzo humano – ciertamente –, pero es, en primer lugar, una obra del Espíritu Santo que actúa en nuestra vida. Esta experiencia es la que nos quiere exponer san Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. El Espíritu Santo es el que permite que en nuestra debilidad nos parezcamos a Jesús, que nos vayamos configurando con Nuestro Señor, que vayamos instaurando el Reino de Dios.
Evidentemente, también esta lectura es una invitación a pedir constantemente el Espíritu en nuestra vida, pues un cristiano sin el Espíritu Santo es como un refresco sin azúcar o una hamburguesa sin carne. ¡La vida del cristiano está animada por el Espíritu y es él el que la conduce a la salvación! No podemos pretender ser cristianos, en principio, sin la oración; pero, más aún, sin una oración que me permita discernir la voluntad de Dios en mi vida.
La parábola
El evangelio de este domingo está tomado del capítulo 13 del evangelio de Mateo. Como ya decíamos en la reflexión del domingo XV, a este capítulo se le conoce como “las párabolas del Reino”. Para algunos estudiosos bíblicos es el capítulo central en la obra de Mateo, el tercer gran discurso del Señor en el que muestra con parábolas el objetivo de su misión y desglosa su mensaje central. Precisamente este texto Mt 13- 24,30, es continuación directa del evangelio escuchado en el domingo XV Mt 13, 1-23.
El texto empieza diciendo que el Señor les comentó otra parábola, pues ya les había contado la del sembrador. Aunque la parábola de este domingo es completamente distinta, y tiene como objetivo llamarnos a la paciencia frente al mal, utiliza algunos elementos de la parábola del sembrador. La semilla representa la Palabra que germina el Reino y el campo, el corazón que la recibe. La cizaña representa el mal que está presente en la instauración del Reino.
El mal
El mal es un verdadero dilema moral, científico, religioso y ético. Todas las culturas y épocas han intentado explicar su origen y el por qué existe. Las mismas Sagradas Escrituras en el Antiguo Testamento han intentado explicar el por qué de su existencia. Sabemos de la existencia de un ente espiritual y personal (“el enemigo”), que pretende instaurar el “Reino de las Tinieblas” o el “Principado de este mundo” en el Universo. Sin embargo, el texto que tratamos de discernir ahora no tiene como objetivo explicarnos eso.
El mal es visto en este texto como algo presente, algo que está ahí y que debe ser “tolerado”. Podemos observar en la narración – cuya parte central es el diálogo entre el criado y el amo – cómo el Señor, manda a tener paciencia. Esto es interesante desde el punto de vista mesiánico, pues en la época de Jesús, se esperaba a un Mesías que liberara al pueblo de la esclavitud (mal) del Imperio Romano, instaurando un nuevo Reino en Israel. Aquí observamos cómo el Reino que propone Jesús es de un orden distinto y se basa en la imitación de Dios obrada por el Espíritu.
¿Qué hacer ante el mal?
El mal es algo inevitable no solo en la vida comunitaria, sino incluso en la vida personal. Vemos cómo por todo el mundo hay personas muy buenas ayudando y socorriendo, llevando el bien; pero, al mismo tiempo, personas muy malas intentando destruir a la humanidad. En la misma Iglesia, dentro de ella, crecen santos y se multiplican pecadores. Es algo que no podemos evitar, pues en el terreno de la vida, el peligro y la tentación del mal siempre estará.
Incluso si analizamos bien, en la propia vida espiritual, crece el trigo de la buena semilla, el trigo de la Palabra de Dios, el trigo de la fe; pero al mismo tiempo, crece la cizaña. En la misma experiencia personal podemos notar cómo a veces estamos tentados a pecar, a hacer el mal, a la venganza; incluso cuando nos decimos ser creyentes. Tal y como nos explica san Pablo, solo es gracias al Espíritu que podemos ser pacientes y dejar que aunque crezca la cizaña, en algún momento el Señor la corte.
Esto no es una llamada a la inactividad, a la pereza o la desidia ante el mal. Mucho menos, es una llamada a la promoción de la injusticia y a la indiferencia ante el mal que aqueja a muchos. Es más bien, lo contrario. Es una llamada a la lucha por erradicar el mal, pero poniendo nuestra confianza en que el bien siempre triunfa, y la cizaña – tarde o temprano – será llevada al fuego. Tengamos paciencia que el bien siempre triunfa y el mal, siempre paga.
Feliz domingo.
Sb 12, 13. 16-19
Rm 8, 26-27
Mt 13, 24-30
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