Celebramos la fiesta del Encuentro con el Señor: Él se hace presente, nosotros oímos su Palabra y nos alimentamos de su Cuerpo. Esta actividad de encuentro fortalece el alma, reconforta el espíritu y nos prepara – al retomar fuerzas – para el camino de la vida, para el camino que el cristiano tiene que hacer al seguir al Señor. Sin este encuentro con Él, simplemente no podemos llamarnos cristianos.
Este domingo XXII del tiempo Ordinario la Iglesia nos invita a contemplar el misterio del seguimiento de Cristo. Sobre todo, centra nuestra atención en el sufrimiento que implica este seguimiento. No es un sufrimiento por gusto, tal y como lo quisiera un masoquista; sino, más bien, el sufrimiento que debe pasar alguien que ama inmensamente: alguien que se ha dejado seducir por el amor inmenso de Dios.
El profeta seducido
La primera lectura está tomada del libro de Jeremías. Según los expertos en estudios bíblicos, a este profeta lo ubicamos en un tiempo de gloria cuando era joven y de desgracia cuando se hace mayor. Él vive la reforma religiosa del rey Josías y la destrucción de Jerusalén y la consecuente deportación por parte de los babilonios. Su vida gira en torno al 650 a.C. – 585 a.C. Jeremías tiene un estilo muy especial, pues lo vemos siempre muy humano, a veces deprimido, con profundas crisis, con miedo y dolor, pero con gran corazón y decidido a cumplir la voluntad de Dios.
Esta primera lectura hoy está tomada de la última gran confesión y la más famosa de Jeremías. Es un diálogo entre el profeta y Dios en el que se muestra tal y como se siente. Es a la vez una oración que se vuelve declaración e incluso reclamo. En este texto, el autor expresa que el Señor lo ha seducido. Es interesante esta expresión, pues refleja el inmenso amor que Él mismo experimenta por Dios, la intensidad con el que ama Dios. Él expresa que ha tenido que soportar oprobio y desprecio diario por atender la Palabra. Él ha querido dejarlo, pero hay algo en su interior que no se lo permite.
Es precisamente este amor inmenso que profiere al Señor, esta relación íntima que mantiene el profeta con su Dios, el que le permite seguir cumpliendo con lo que el Señor le va indicando. Esto lo hace a pesar de que es consciente del sufrimiento que implica este encargo y que no lo quiere, con lo cual queda evidenciado que si Él sufre, lo hace no porque quiera sufrir, sino porque ama a Dios y como dirá el evangelio «tendrá que cargar con su cruz».
Buscar lo que le agrada a Dios
Estos pasados domingos, hemos venido escuchando una lectura continua de la carta de san Pablo a los Romanos como segunda lectura. Después de una presentación de temas doctrinales, a partir del capítulo 12 se encuentran exhortaciones o la parte parenética de la carta. Aquí san Pablo da recomendaciones espirituales a la comunidad creyente en Roma.
Relacionando estos versículos que hemos escuchado con las lecturas de este domingo, podemos profundizar en la invitación que el Apóstol nos hace a presentar nuestro cuerpo como sacrificio. Esta expresión nos recuerda el dolor que implica el seguimiento de Jesús, el cargar con la cruz que escuchamos en el Evangelio. En esto consiste el verdadero culto espiritual que nos propone el Apóstol: no en buscar nuestra propia comodidad, o lo que es “normal” para el mundo; sino, lo que le agrada a Dios.
Actitud humana
El texto del evangelio nos introduce también en la misma línea. El domingo pasado hemos escuchado los versículos que preceden a este texto: el diálogo entre Jesús y Pedro en el cual el apóstol profesa que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías. Pero, ¿qué entendían por Mesías los discípulos? Jesús no quería que ellos entendieran lo que los judíos de su momento pensaban de esta figura: un rey triunfante que liberaría a Israel del dominio político que ejercía el Imperio Romano sobre su pueblo. Por lo tanto, Jesús comienza a explicarles que el Mesías debía ir a Jerusalén, padecer, morir y resucitar.
El rechazo del apóstol Pedro al proyecto que Jesús le presentaba, es incluso entendible. Nadie quiere el sufrimiento para una persona que ame o estime. Cuando queremos, protegemos y evitamos el dolor del otro. A nivel humano, la actitud de Pedro rechazando la misión de Jesús es una expresión de admiración y amor sincero. Pero Dios pide más: se lo pidió a Jesús – su propio Hijo – y nos lo pide a nosotros, los seguidores del Señor.
Jesús reprende a Pedro porque, aunque su rechazo ante el sufrimiento es entendible, humano y natural; el Demonio también lo ha seducido y se ha valido de eso que es normal para hacer que su Maestro se desvíe de su objetivo principal: cargar con su cruz o lo que es lo mismo cumplir con la voluntad de su Padre, todo esto a pesar del sufrimiento que implique. Por eso lo llama Satanás, porque es algo común en el demonio, invitarnos siempre a que nos olvidemos de buscar la voluntad de Dios, incluso a cambio de otras cosas “buenas” o normales.
Negarse, tomar la cruz y seguirlo
El Señor pronuncia unas hermosas palabras: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga». Negarse a sí mismo implica precisamente dejarse seducir. El que está seducido, el que está enamorado, el que está perdidamente prendando por la belleza de otro; no piensa en sí mismo, se niega, se pierde. Su vida consiste en pensar cómo agradar a esa otra persona a pesar de que eso implique dolor y sufrimiento. En la vida espiritual, sucede exactamente igual. El Señor nos invita a negarnos a nosotros mismos, a partir del encuentro personal con su amor que nos seduce hasta el extremo.
Siguiendo esta línea de ideas, tomar la cruz implica el hecho de asumir que, en muchas ocasiones, por habernos dejado seducir por el Señor, este amor que profesamos implicará renuncias, un camino duro, sacrificios, dolor, incluso la muerte en algunos casos. Pero solo lo entenderá alguien que en principio ha tenido un encuentro con el amor de Jesús; y, por lo tanto, alguien que no esté enamorado del Señor, que no se haya dejado seducir por su amor, no será capaz de cargar con la cruz.
Seguir a Jesús consiste en tener un encuentro personal con Él, dejarse arropar por su gran amor, y – escuchando su Palabra – cumplir con su voluntad para mi vida, a pesar de que eso implique dolor y sufrimiento. Las preguntas para nuestra meditación, que hoy deberíamos hacernos son: ¿he dejado realmente que el Señor me seduzca, o me he cerrado a su amor tan misericordioso? ¿Tengo miedo de cargar con mi cruz, de cumplir con su Palabra? ¿Es el Señor realmente el centro de mi vida, por quien me he dejado seducir o es un simple agregado en mi vida? ¿Qué estoy dispuesto a hacer por Dios?
Dejemos que el Encuentro con Jesucristo en esta Eucaristía nos ayude a reflexionar, qué debemos cambiar o en qué nos tenemos que enfocar para que nuestra vida se convierta en verdadero seguimiento del Señor. ¡Feliz domingo!
Jeremías 20, 7-9
Romanos 12, 1-2
Mateo 16, 21-27
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