Llamó a sus servidores de confianza y les encargó sus bienes – XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario – A

Juan Carlos Rivera Zelaya

noviembre 14, 2020

Seguimos avanzando en el camino que nos ofrece la liturgia de la Palabra para contemplar los misterios del Señor y los propios misterios de nuestra vida. El cristiano tiene la certeza de que el camino que ha marcado su Señor, nuestro Señor Jesucristo, es el camino que también cada uno va a recorrer a lo largo de la historia. Por eso, acompañar al Señor en el tiempo litúrgico, a través de la contemplación del Evangelio, es una forma de ir descubriendo lo que sucederá con nuestra vida.

Estamos al final del año litúrgico, y, cada vez que terminamos un año, podemos también reflexionar sobre el final de nuestra propia existencia. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué hay más allá de la vida? ¿Qué pasará después de la historia? Esta respuesta nos la quiere ofrecer, en este mes escatológico, la santa Madre Iglesia. Por tal razón, a las puertas de la última gran celebración este año litúrgico, ponemos nuestra atención en el final de la Historia.


Lee las lecturas de la Liturgia de la Palabra que inspiraron esta reflexión aquí:

Lecturas


Dios interviene instaurando un Reino

Según la concepción bíblica de la Historia, el pueblo de Dios experimentó la intervención de Dios ante los avatares y las dificultades que acaecían sobre Israel. Dios no es un ser lejano a los problemas del hombre, sobre todo, no es lejano a la presencia del mal en este mundo que es fruto de la libertad mal administrada en el hombre. Por eso, Él interviene para salvar al Pueblo con el que se ha encontrado y firmado una alianza. Su intervención se plenifica dándonos a su Hijo que inaugura el Reino de Dios, haciéndonos partícipes de él en la historia, inaugurando un nuevo pueblo: la Iglesia.

Sin embargo, aún es tiempo de espera, pues ese Reino se consumará cuando Él vuelva por segunda vez como san Pablo nos explica en la segunda lectura de este día. A esa segunda venida, se le ha llamado con el nombre de parusía. Este nombre recuerda las visitas que los emperadores romanos hacían a ciertas regiones del Imperio e instauraban orden y justicia. Con esa palabra, los cristianos esperaban al rey del Reino de Dios, el cual va a acabar definitivamente con el mal, causado por la mala libertad empleada por el hombre.

El cristiano, sin embargo, vive desde ya la libertad plena de ser ciudadano de ese Reino de Dios inaugurado con Cristo. El cristiano goza en el ya de la Historia, a través sobre todo de los sacramentos, de la oportunidad de estar unido al Señor, y con ello, poder gozar desde ya los frutos del Reino. Por tal razón, aunque estamos aún esperando el final de la Historia, gozamos del presente escatológico. Dios interviene y sigue interviniendo en nuestra vida. Nos queda a nosotros saber ver y administrar esa intervención en nuestra vida; pues al final de la historia se nos pedirá cuenta de qué hemos hecho con la gracia que hemos recibido.

La parábola de los talentos

Decíamos el domingo pasado, que el evangelio estaba tomado del capítulo 25 de san Mateo y pertenece a la llamada sección escatológica. Este capítulo lo empezamos a leer el domingo pasado con la parábola de las vírgenes prudentes y hoy leemos la parábola de los talentos. En la fiesta de Cristo Rey, leeremos la tercera parte de este capítulo, en la que el Señor nos hará una exhortación sobre las obras de misericordia. Como hacía referencia el domingo pasado, en el capítulo hay dos ideas centrales: la primera es que el Reino de Dios se inicia por la iniciativa de un encuentro del esposo-señor con el hombre; y, la segunda, es la separación que se realizará de aquellos que hayan sabido escuchar y poner en práctica la Palabra de Dios, de los que no lo han hecho.

Recordemos lo que hemos explicado y que es el contexto en el que se entiende este texto: este capítulo habla sobre el Reino de Dios iniciado por Cristo por su encarnación, muerte y resurrección en la vida de cada cristiano por el bautismo. El Señor, a través de los sacramentos, irrumpe en la historia personal y comunitaria del hombre, haciéndolo partícipe de la comunión intratrinitaria: lo hace parte de su familia. Así se comienza personalmente, en cada individuo, el Reino de Dios en su vida. Dios le entrega un talento (gracia) que el hombre, libremente, tiene que ir trabajando. Dependerá del hombre hacer crecer esa gracia. Pues, Dios ciertamente es el que salva, pero no puede salvarnos sin que nosotros intervengamos en esa obra de salvación. Él sale a nuestro encuentro y espera una respuesta.

Así pues, entendiendo que gracias al acontecimiento pascual de Cristo que se aplica en nuestra vida, los cristianos esperamos con mucha expectación el glorioso día en el que el Hijo del Hombre, Nuestro Señor Jesucristo, venga glorioso a plenificar el Reino de Dios: esperamos la parusía, donde por fin gocemos de la plenitud de los Hijos de Dios. En esa espera, nosotros también tenemos que hacer crecer el Reino de Dios (la comunión de Dios y los hombres) tanto en nuestra propia vida, como en la vida de los que me rodean. Lo que Dios me pide al darme su gracia, es poder acercarme más y más a Él, e ir acercando a los otros a Él.

¿Desaprovecho el talento?

Pero, el gran dilema del hombre, es que a pesar de que Dios ha irrumpido en la Historia, y se ha mostrado generoso al donarse Él mismo como talento; nosotros podemos simplemente desperdiciar ese don tan hermoso que nos ofrece. Podemos ciertamente haber firmado una alianza con Dios, a través del bautismo, pero no hacer crecer el Reino de Dios en nuestra vida y la de los demás. Podemos tirar el regalo que el Señor nos ha hecho o esconderlo.

Sobre todo, esconderlo: ¡qué palabras más fuertes!: «Siervo negligente y holgazán», le dice el Señor a aquellos que no quieren hacer crecer el Reino de Dios en su vida. Pues podemos realmente haber recibido la gracia de ser hijos de Dios, de participar ya en el hoy de la Historia del Reino de Cristo, pero no hacerlo crecer, no trabajar por Él. Esto traducido a nuestra vida, se aplica actos sencillos: no teniendo una vida de oración activa, no participando de la Eucaristía, no leyendo la Palabra de Dios y alimentándome de Ella, no aprovechando la gracia de confesarme, no compartiendo el amor hacia el prójimo, olvidándome de los pobres, las viudas, los extranjeros. Pienso, además, en que cada vez que nosotros desaprovechamos una oportunidad para evangelizar, estamos siendo siervos negligentes.

Hacer crecer en el amor: la medida del juicio

En definitiva, cada vez que no realizamos lo que deberíamos realizar, somos siervos negligentes del Reino, pues nos aprovechamos a hacer crecer el talento que Dios nos ha regalado y perdemos la gracia de ir haciendo crecer el Reino de Dios, tanto en nuestra propia vida, como en la de los demás a través del amor. Amando a Dios y amando a los demás es la gran manera de hacer crecer ese Reino en nuestra vida y en la de los otros. Al final de la Historia entonces, el Señor nos pedirá cuenta de cuánto hemos amado y cuánto hemos hecho crecer ese amor entre nosotros.

Les invito a reflexionar, a cuestionarnos, a ponernos en actitud de revisión de vida. ¿Qué acciones de mi día a día me hacen hacer crecer el Reino de Dios en mi vida y en la de los demás? ¿He descuidado mi oración personal, mi trato con el Señor, mi vida sacramental y de gracia? ¿He descuidado la oportunidad de evangelizar y compartir el don del evangelio con los demás: a través de la Palabra y la caridad? ¿He puesto en primer lugar mis intereses y no los del Reino?

Juan Carlos Rivera Zelaya

Sacerdote de la Diócesis de Jinotega - Nicaragua. Licenciado en Teología Dogmática por la Universidad de Navarra - España. Fundador del blog Paideia Católica sobre formación católica

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