Estimados hermanos, hoy iniciamos un nuevo año litúrgico. Cada año, la Iglesia nos propone ir meditando un ciclo de lecturas extraídas pedagógica y mistagógicamente de las Sagradas Escrituras, de acuerdo a ciertos criterios que el Espíritu Santo va marcando. Este año corresponden las lecturas del ciclo B, que, principalmente, nos mostrarán la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, según el Evangelista san Marcos. En la mayoría de los domingos y fiestas, escucharemos a este evangelista, al cual también iremos conociendo y profundizando, en la medida en que nos presente a Nuestro Señor.
Igualemente, este domingo iniciamos un nuevo tiempo litúrgico: el Adviento. Este tiempo está marcado por la idea de preparación, por lo tanto el color que utilizamos para simbolizarlo en la liturgia es el morado. Adviento proviene del latin adventus que significa preparación para el que viene. En este tiempo nos preparamos como comunidad de fe, en primer lugar, para la venida escatológica de Nuestro Señor; y en segundo lugar para preparar el memorial litúrgico de la venida de Nuestro Señor en el misterio de su Natividad.
Entonces insistiendo en el primer sentido, Adviento no es solo un tiempo de preparación para la Navidad, sin un sentido profundo y propio. Es un tiempo de hondura espiritual que nos invita ver hacia el más allá, a pensar en la parusía (la segunda venida de Nuestro Señor) y en el juicio final. Es un tiempo que nos invita a ver al Dios que viene, al Dios que se hace cercano, que se involucra en mi historia personal y en la historia de mi comunidad. No es un simple tiempo de “preparación”, es un tiempo sobre todo de encuentro con Dios en la penitencia, en la oración, en la familia, en la Eucaristía. Tal como dice Benedicto XVI: «todo el pueblo de Dios se pone de nuevo en camino atraído por este misterio: nuestro Dios es “el Dios que viene” y nos invita a salir a su encuentro».
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El Dios que sale al encuentro
Precisamente sobre esta idea de encuentro se construyen las palabras que escuchamos en la primera lectura. El Dios de Israel, no es un Dios lejano, desinteresado, apático con el hombre. Los problemas de su pueblo le interesan, porque el Dios de Israel es un Padre, pero no cualquier tipo de Padre, es un Padre que perdona el mal comportamiento de sus hijos, la traición de su pueblo, la injusticia del pecador. Al perdonar, no lo hace como quien no tiene interés en el perdonado, cómodamente desde su escritorio; sino, el Dios Padre de Israel, perdona en el encuentro con el que le ha traicionado, pues su misericordia es distinta a la de los hombres.
Ciertamente el tercer Isaías, del cual está tomada la primera lectura, remarca que el Dios de Israel sale al encuentro de quien practica con alegría la justicia. Evidentemente quien quiera encontrar a Dios, o mejor dicho, quien quiera dejarse encontrar por el Señor; tendrá primero que limpiar su corazón. Para esto solo basta querer limpiarlo, porque en definitiva, en el encuentro con este Dios Padre, se produce la verdadera justificación, el verdadero perdón. Nadie es justo ante los ojos de Dios, sin que Él lo haya justificado primero. Así que solo basta querer ser purificados, para que el Padre Dios nos transforme auténticamente.
La primera venida y la Eucaristía
«¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!», dice el texto de la primera lectura. Y, en efecto, ese Dios Padre del que habla el tercer Isaías, descendió en su Hijo por el Espíritu. El deseo del profeta se realizó perfectamente en la primera venida de Nuestro Señor. Cuando el Verbo se hizo carne en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María, se hizo presente actualmente para la humanidad, el Dios que quiere justificar a todos los hombres, que quiere salvarnos viniendo, haciéndose cercano, involucrándose en el sufrimiento del hombre. Insisto en la idea de que Dios se hace cercano a nosotros, para que, asumiendo nuestra naturaleza caída y corrupta por el pecado, pueda elevarla a la misma dignidad del Hijo de Dios.
Ese Dios cercano se hace presente hoy en la Eucaristía también: el mismo Dios que quiso liberar el pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, ahora quiere liberarnos a nosotros de una esclavitud mucho peor que la que propiciaba el Faraón sobre el pueblo elegido. Ese Dios de Israel, es el mismo Dios de la Iglesia, que por la acción del Espíritu Santo se hace presente en el pan consagrado, y quiere sostener un encuentro, que nos salve del pecado, de la discordia, del encerramiento y de nuestro egoísmo. En efecto, en la Eucaristía, Dios se nos hace el encontradizo, para salvarnos. El mismo Dios que se encontró con Israel y con los Apóstoles, sale hoy a nuestro encuentro en la Eucaristía.
Segunda venida
Pero además, las Sagradas Escrituras nos hablan de que se dará un encuentro mucho más profundo y radical. Ciertamente en la Eucaristía hoy podemos gozar de un encuentro personal con el Señor; sin embargo, de alguna manera, este encuentro está marcado por una limitación: ahora podemos encontrarnos, pero todavía falta un encuentro mucho más radical. Como cuando alguien se encuentra por videollamada, esperando encontrarse un día en físico. En la Eucaristía podemos vislumbrar, con todos sus efectos ciertamente, los beneficios que implica un encuentro de otra categoría.
Esta idea de un encuentro, de una cercanía o comunión superior, es la que los cristianos anhelaban con el Señor y el Reino de Dios. Jesucristo había prometido que iba a regresar para instaurar definitivamente el Reino de Dios en el mundo. Él ciertamente está presente, en la comunidad («donde dos o más estén reunidos en mi nombre ahí estoy yo» [Mt 18,20]), pues el Reino de Dios ha iniciado ya (cf. Lc 17, 21), pero se tendrá que consumar (cf. Lc 18,8). Todavía los cristianos esperamos que el Señor retorne, glorioso para instaurar definitivamente y con todo el poder del Resucitado su Reino. A eso se le llama con el nombre de Parusía.
Vigilar sin miedo
En ese contexto, se explican las palabras del Evangelio de este domingo. El Señor nos invita a estar atentos, a vigilar, a prepararnos para que se produzca ese momento. Puede ser en cualquier momento, en el instante en el que el Señor quiera: el Reino de Dios está cerca advierte Jesús, no podemos confiarnos. La parusía del Señor es inminente, y los signos son claros. Su venida implica el juicio definitivo sobre todos la humanidad, unos serán conducidos a la izquierda y otros a la derecha, según el grado de amor que hayamos transmitido en esta vida (cf. Mt 25).
Sin embargo, esta vigilancia no debe ser una carga para nosotros y no debe ocasionarnos ni miedo, ni temor. Debemos prepararnos, convertirnos, estar atentos, vigilar; pero no aterrorizarnos con la idea de ese encuentro. Debemos tener miedo, claro, si no estamos haciendo lo que tenemos que hacer, si no comunicamos con palabras y obras el amor de Dios; pues nuestra condena está marcada (cf. Mt 25) . Sin embargo, si amamos, no debe preocuparnos que el Señor venga, más bien, debemos anhelar ese encuentro amoroso. Debemos pedir con toda la Iglesia: «¡Maranatha, ven Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
Vivamos este tiempo de Adviento con la mirada fija en el horizonte, Dios quiere acercarse a nosotros ¿pero nosotros queremos que Él se acerque a nosotros? Pongamos de nuestra parte, para encontrarnos una vez más con su amor, para reencontrarnos con su misericordia, para dejarnos interpelar por su cariño y ternura. Que este tiempo de Adviento, en verdad, sea un momento de gracia para experimentar el regalo de ser Hijos de Dios, para anhelar el encuentro definitivo con Nuestro Amado. Así sea.
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