Nos reunimos hoy como comunidad de fe, en el término del Adviento, para agradecer a Dios por el camino que nos ha hecho recorrer al final de este tiempo de gracia . Ya está pronta la Navidad, y no solo porque lo digan los anuncios publicitarios del mundo consumista de nuestra época, sino porque – si hemos hecho bien este camino del Adviento – la Navidad se nos presenta como la oportunidad hermosa que el Señor nos da para poder ser nosotros la verdadera casa de Dios.
Este es el sentido que intenta mostrarnos la liturgia de este domingo IV del Tiempo de Adviento. Ya próximos a la Navidad, el Espíritu Santo vivifica la letra de las Sagradas Escrituras, para comunicarnos la Palabra de Dios y podamos profundizar en el misterio grandioso que estamos a punto de celebrar. La Navidad consiste en la irrupción en la historia de un Dios intangible que se hace tangible, de un Dios lejano que se hace cercano, de un Dios que no tiene morada en la Tierra y que decide hacerse morar en el vientre de una mujer de Nazareth.
Lee las lecturas que inspiraron esta meditación aquí:
Bayit: casa
La primera lectura está tomada del segundo libro de Samuel, y hace referencia a una profecía de Natán, el profeta que acompañó a David (el gran rey de Israel) durante su servicio como líder del pueblo escogido por Dios, tanto en los momentos buenos como en los malos. David quería construirle una casa al Arca del Señor, pues aseguraba que dicha arca estaba sin protección. Pero Dios Todopoderoso, le dice al profeta que comunique a David, que el rey no tiene el poder de hacerle una casa al Dios Todopoderoso.
El término en hebreo que utiliza el texto sagrado y que se traduce por casa en español es bayit. Este término tiene, principalmente, dos sentidos: la casa como tal, el edificio o habitación donde vive una persona o personas; y, la casa o familia sobre la que está constituida una persona, es decir su ascendencia y descendencia. El texto juega con estas dos acepciones: David tiene la intención de hacerle una casa al Señor, pero no solo el edificio como tal, sino fundar sobre el Señor un linaje teocrático que reine Israel. El Señor le dice a David, por medio de Natán, que solo Él es quien puede fundar ese linaje.
La descendencia de David
Es Dios mismo que hará una casa (linaje) para el pueblo de Israel: «el Señor te anuncia que te va a edificar una casa». Y añade una profecía mesiánica: surgirá Alguien, al que salga de las entrañas de la descendencia de David, le llamarán el Hijo de Dios. Dice el texto: «Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo». Claramente esta profecía se cumplirá plenamente en la descendiente de David (María), de la cual saldrá de sus entrañas, el Hijo de Dios (Jesucristo). Él será el que se siente en el trono de David para siempre. Estos textos que no datan después del siglo IV a.C. en sus últimas redacciones, son una referencia para entender las profecías que se cumplirán en el Nuevo Testamento.
De esta manera nos acercamos entonces al texto tan comentado de san Lucas que nos ocupa en este domingo. El ángel del Señor se muestra ante una mujer que está desposada con un hombre descendiente de la casa de David. Nos llama la atención, en esta meditación, el término casa: aquella profecía que se le anuncia a David se cumple hoy en la historia, un descendiente de la casa de David traerá al Hijo de Dios.
María descendiente de David
Pero he aquí un problema, pues José solo es el padre adoptivo del Señor, y aunque su misión es muy grande, si prestamos atención la profecía dice literalmente que el Hijo de Dios saldrá de las entrañas (físicamente) de un descendiente de David. Esa casa que Dios fundará en el descendiente de David, no se cumple físicamente en José, aunque sí legalmente. ¿Entonces no se cumple la profecía? Claro que sí se cumple: pues María, según la tradición, es descendiente de David y de Aarón.
No es el momento para hacer un estudio persuasivo sobre la ascendencia de María. Basta recordar cómo en las genealogías, y particularmente en la de Mateo, se hace referencia a que de María nació Cristo. También con referencia a Isabel, la pariente de María, se podría concluir la ascendencia levita. Algunos relatos de la Tradición mencionan que este linaje le vendría por parte de su Madre. Así Jesucristo también sería de la tribu sacerdotal de Israel. Pero también, si tomamos en cuenta que Joaquín es de la tribu de David, María comparte la ascendencia real y por tanto en Ella y por Ella se cumple la profecía.
Un nuevo reino
Es gracias a la doncella humilde y sencilla de Israel que Dios se introduce en la historia del hombre, un nuevo reino se funda sobre la historia y llegará más allá de ella. El Hijo del Dios Todopoderoso, asumiendo la condición humana, quiere ahora unir a todos los hombres un nuevo linaje, compartiendo su condición real y divina, atrayendo a todos hacia Él para formar con Él un nuevo pueblo. Este pueblo no tendrá una perspectiva reducida y política (teocrática), sino verdaderamente una perspectiva salvífica (teológica).
Es por medio de las entrañas de una princesa de Israel, que nace el nuevo Rey de la Historia: «Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Sobre el cumplimiento de una promesa se anuncia otra: ¿en qué consiste este nuevo Reino? ¿Qué nos está diciendo Dios a través de esta promesa? El nuevo Reino sobre el que reinará el descendiente de David, incorporará ya no solo al pueblo de Israel, sino a toda la humanidad.
Comulgando se cumple en nosotros la profecía de David
Ahora, todo aquel que quiera incorporarse a este Reino fundado sobre la roca que es Cristo, solo tiene que confesar que Jesús es el hijo de Dios, introducirse en las aguas bautismales y vivir el mandamiento del amor en la Eucaristía, uniéndose por la sangre derramada en la cruz, al comulgarla en el cuerpo y la Sangre del Señor, al misterio de la Pascua del Cordero. En efecto, por medio de la comunión con Cristo, nos transformamos en verdaderos hijos, herederos del Reino, príncipes de condición regia. Y así, la profecía hecha a David, también se cumple en nosotros, en razón de nuestra unión con Cristo.
Pidámosle al Señor ser auténticamente receptores de la Palabra del Señor, para que por medio de la escucha y la comunión en el sacramento, podamos también nosotros germinar en nuestras entrañas al Rey de nuestras vidas. Y así, como María, al dar a luz al Señor, se convirtió en la primera hija en el Hijo, así también nosotros al germinar al Verbo en nuestro corazón, nos transformemos en verdaderos hijos de Dios.
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