Queridos hermanos, celebramos el III Domingo del Tiempo Ordinario y en este día la Santa Madre Iglesia, por institución del Santo Padre Francisco, nos invita a celebrar «un domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo»[1]. Es el Domingo de la Palabra de Dios, es Palabra que se hace carne (cf. Jn 1, 1ss), que después de haber celebrado la Navidad, la fiesta del Nacimiento de la Palabra, cobra un significado aún mayor.
Lee las lecturas que inspiraron esta reflexión aquí:
La Palabra es Cristo, la Persona del Verbo
Como he insistido en otras ocasiones, para los cristianos Dios no es un Ser aislado y olvidado del mundo, sino un Ser que está interesado por las dificultades y problemas del hombre y de su historia. Dios, desde su libertad y en atención a su sabiduría y amor, ha decidido comunicarse a los hombres para hacerse cercano autorrevelándose Él mismo; es decir comunicando y revelando su libertad, sabiduría y amor. Por eso habló a los patriarcas, reyes y por medio de los profetas a su pueblo Israel, dio una ley al pueblo judío y se hizo escuchar por boca de san Juan el Bautista, hasta la llegada del Mesías.
Llegado el tiempo, los cristianos creemos que el mismísimo Verbo de Dios, la Palabra por la que todo fue hecho (cf. Col 1, 16-17), se reveló y comunicó a nosotros asumiendo la condición humana en su persona divina. El Verbo inteligible de Dios se hizo visible, comunicándose y revelándose así mismo en el realismo de una persona concreta. Ese Palabra eterna tomó una condición temporal. Como dice Benedicto XVI:
«La Palabra eterna, que se expresa en la creación y se comunica en la historia de la salvación, en Cristo se ha convertido en un hombre «nacido de una mujer» (Ga 4,4). La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad»[2].
Entendiendo esto, los cristianos creemos que la Palabra de Dios es una Persona, la persona de Jesucristo, que adquiere un realismo tal que no es solo una serie de normas, discursos y doctrinas vacías. Es una Palabra que a su vez se implica en la historia, en la historia individual y comunitaria del hombre, y que pide una respuesta real y concreta de discipulado y misión. Por tanto, es una Palabra que no se ideologiza ni esclaviza, sino que libera, vincula y compromete.
El acceso a la Palabra encarnada: Revelación, Tradición, Sagradas Escrituras, Magisterio y Eucaristía
Con esta Palabra Revelada en la Persona del Verbo, los cristianos nos encontramos diariamente en el hoy de nuestra historia que nos permite escuchar su voz que nos llama a seguirlo a Él: «Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Vengan en pos de mí y los haré pescadores de hombres”». (cf. Mc 1, 14, -20). Pero ¿dónde lo encontramos?, o más bien, ¿dónde nos dejamos encontrar por él? ¿Cuál es nuestro mar de Galilea donde nos dejamos encontrar por esta Palabra revelada? Principalmente en la Iglesia.
La Iglesia ha sido la custodia de esta Palabra encarnada, de esta Buena Nueva que se anuncia a los hombres: lo que se nos ha revelado, el misterio que en Jesucristo, Dios quiere salvarnos, es decir quiere acercarse a nosotros para formar con Él una familia. Ella recibió este encargo: «Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia» (Mt 28, 19-20). En la Iglesia, esta Palabra revelada de Dios se nos comunica a través de la Sagrada Escritura, la Tradición, el Magisterio que la custodia y explicita, y la Eucaristía.
La Sagrada Escritura es el texto que nos comunica la Palabra Revelada. Estas Escrituras fueron compiladas por los escritores Sagrados, atestiguando lo que habían visto y oído (cf. 1Jn 1,3). Así, en la Iglesia, y con la Tradición que también nos comunica la única Palabra de Dios revelada, podemos tener un encuentro personal y comunitario con la misma Persona del Verbo. Como dice el Concilio Vaticano II:
«Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación; de donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas»[3].
A su vez en la Eucaristía, el memorial de nuestra salvación, la Palabra no solo es escuchada y actualizada en el hoy de la historia, sino que nos es dada como alimento de salvación. El evangelio de san Juan nos lo explica. Esa Palabra de Dios que es Dios y que se revela y comunica a los hombres (cf. Jn 1), es la misma que después dice «Yo soy el Pan de Vida» (cf. Jn 6). En la Eucaristía la Palabra no solo es escuchada, sino que es dada para la comunión, para la unión íntima del hombre con Dios[4].
Esa Palabra implica una respuesta
Pero esta Palabra no es una autocomunicación de Dios que sirve para comunicar información sin más. No es una clase donde se va a «aprender algo sobre Dios». Es más bien una Palabra que nos invita a dar una respuesta, que nos compromete. El Evangelio que escuchamos hoy nos indica eso. Cuando el Verbo se encarnó, comenzó a predicar que el Reino de Dios estaba cerca (es decir, esa familia de Dios y los hombres), y era necesario una respuesta por parte del hombre: la conversión.
Muchas veces nos hemos limitado a colocar la conversión en dejar vicios, pecados y malos hábitos. Esto es consecuencia de la conversión, pero no es conversión. Alguien, por sus propias fuerzas puede dejar de cometer pecados o dejar los vicios. La conversión implica una escucha atenta de la Palabra que transforme mi vida interior y reconduzca el camino solitario y vacío que estaba llevando en mi vida, hacia el camino en el que Dios se vuelve mi compañero de camino. La conversión es empezar a caminar con Dios, o más bien comenzar a seguir a Jesús.
Precisamente esa fue la experiencia de los primeros discípulos: cuando Ellos se dejaron encontrar por la Palabra a la orilla del mar de Galilea (en la Iglesia), comenzaron a seguir a Jesús, se dejaron seducir por su amor y formaron ya el Reino de Dios en la Tierra, esperando su consumación final. Con esos primeros discípulos que seguían a Cristo, que habían dejado todo y libremente se pusieron en camino junto a la Palabra encarnada, se incoaba el Reino de Dios.
Este seguimiento de Jesús, a su vez implica la Misión de invitar a otros a caminar con Él. La transformación de su seguimiento es interior, pero a la vez es exterior. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, ciertamente el Señor nos invita a seguirlo, pero también nos invita a salir de nosotros mismos para ser «pescadores de hombres», e invitar a otros a seguirlo. Hay una conversión personal y una conversión pastoral y misionera.
Conclusión
Quizá es momento de preguntarnos ¿acaso yo he realmente escuchado esta Palabra que me invita a seguirla, para transformar mi vida y la de mi familia? ¿Me he permitido escuchar la Palabra cuando me es anunciada? ¿He permitido que esta Palabra que se me da como alimento de salvación, transforme realmente mi vida? ¿Me he dejado conquistar por el amor y la sabiduría de esta Palabra que no me juzga, pero que me invita a dejarlo todo para caminar con Él?
¡Buen domingo hermanos!
Notas
[1] Francisco, Carta Apostólica Misericordia et Misera (20 de noviembre de 2016), 7.
[2] Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), 11.
[3] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum (18 de noviembre de 1965), 9.
[4] Cf. Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), 54-55.
0 comentarios