Estimados hermanos: con la celebramos de este domingo, hemos entrado en la mitad de la Cuaresma y avanzamos en este camino que nos conduce hacia la Pascua, la celebración de la Resurrección del Señor. Este domingo es especial, respecto al resto de los otros domingos cuaresmales, porque la Iglesia nos invita a alegrarnos. Es el domingo laetare en el cual el rigor de la penitencia cuaresmal se relaja un poco, para recordarnos que ya está próxima la celebración de la Pascua. El color de las vestiduras sagradas es rosa, como el tercer domingo de Adviento, y nos recuerdan la mezcla del morado cuaresmal con el blanco pascual. Ánimo, ya está próxima la razón de nuestra alegría.
Las lecturas de este domingo también nos recuerdan estas dos realidades: la penitencia cuaresmal y la alegría pascual. De hecho, nuestra vida es un constante juego entre la necesidad de expiar nuestros pecados, porque todos nosotros hemos experimentado el pecado y la desobediencia al camino que Dios nos indica; con la gratuidad del amor de Dios que sale a nuestro encuentro, implicándose en nuestra historia y salvándonos de la ruina. Somos pecadores y necesitamos purificación y, a la vez, somos receptores del gran amor divino. Desde mi opinión y experiencia, esta es la dura realidad del ser humano y, a la vez, la gracia que nos otorga el ser cristianos.
Lee las lecturas que inspiraron esta reflexión aquí:
¿Dios castiga?
La primera lectura, tomada del libro de Crónicas, es una interpretación teológica del acontecimiento más terrible que le pudo haber pasado a los judíos ‒al menos en la historia que nos narran las Sagradas Escrituras‒. Les hablo de la deportación que sufrió el pueblo judío en tiempos del rey Sedecías (580 a.C. aprox.– 540 a.C. aprox.). Recordemos que, para los judíos la tierra prometida y su templo eran los grandes regalos que Dios les había otorgado a sus padres. En estos regalos se mostraba la misericordia de Dios. Pero ellos no supieron administrar estos regalos y los escritores sagrados de la Biblia interpretaron que Dios «tuvo que castigar su pueblo» deportándolo a una tierra extranjera y destruyendo el templo.
La imagen del castigo, juicio o el mismo látigo que nos recordaba el evangelio del domingo pasado, se aclaran hoy con las lecturas de este día. «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17), decía el evangelio de hoy. El castigo no es una opción divina, sino una consecuencia de nuestros actos: nos lo buscamos nosotros mismos al rechazar a Dios. Los problemas de los judíos le vinieron por no atender la voz de los profetas que le indicaban el camino de Dios, como la de Jeremías o Isaías que les aconsejaba que no buscaran alianza en reyes, pero los judíos se reían de ellos y al final terminaron perdiendo por no escuchar esa voz.
Por medio de la fe recibimos la salvación
Dios no puede obligarnos a aceptar su camino, pues respeta nuestra libertad. Él ha enviado profetas a mostrarnos su Palabra, y también nos envió a su propio Hijo, la Palabra encarnada, porque «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Él nos está indicando constantemente su amor infinito a través de su Hijo, nos permite reunirnos en la Iglesia a escuchar su Palabra y comer la carne y beber la sangre del Hijo, para que el crea «no sea juzgado». Por medio del creer, del tener fe en el Hijo, podemos llegar a la salvación, como nos decía la segunda lectura.
¿De qué necesitamos ser salvados?
El problema del mundo, como ayer, es que dice que no necesita ser salvado. ¿Para que quiero a un Dios que me salve si tengo casa, dinero, salud, trabajo, sexo, drogas, alcohol, internet, estudios, viajes, placer, música, fiesta? «No me hace falta nada, qué más quiero». El mundo dice que no necesita ser salvado. Según ellos, los cristianos nos hemos inventado un Dios para que nos salve de problemas que ya no existen. Era propio de épocas pasadas creer en Dios, pero hoy los humanos ya hemos evolucionado y tenemos menos problemas. La ciencia y la técnica, el capitalismo o socialismo, el internet y la inteligencia artificial resolverán nuestros problemas. «¡No necesitamos a Dios para resolver nuestros problemas!» Era exactamente lo mismo que le pasaba a Israel: «confiemos en nuestras fuerzas, en nuestras habilidades, no le hagamos caso a la Palabra de los profetas y vayamos por nuestro rumbo».
Pero la realidad es otra, pues solo necesitamos ver a nuestro alrededor. Junto a las bondades del 2021 hay miseria, dolor, muerte, guerra, sufrimiento, hambre, violencia sistemática, pandemia. El escándalo de este siglo es que sí hay mucha riqueza, pero también hay muchísima más pobreza. Y el ser humano poco a poco se está destruyendo y destruyendo al planeta. Sus intereses se vuelven más mezquinos y su indiferencia llega a los límites más altos. No es verdad que no necesitamos ser salvados, hoy más que nunca lo necesitamos. Quizás la pandemia fue nuestro destierro, digo quizás porque yo soy a penas un simple cura que estoy caminando como todos ustedes y quiero ver detrás de esto algún significado –creo no estar equivodo‒.
¿Qué implica creer?
Dios nos pide, para salvarnos, que le creamos, es decir que tengamos fe. Sin embargo, la acción de creer o la fe no solo implica un acto intelectual, ni incluso solo volitivo, sino existencial y total, es decir, implica a todo el hombre. Ciertamente nos salvamos por iniciativa divina ‒por gracia y voluntad de Dios‒ y aunque pudiéramos hacer muchas cosas para obtener la salvación, de nada valdría eso si Dios no tuviese la iniciativa. Pero tampoco bastaría con solo aceptar a Cristo con palabras, o participar de una Eucaristía, para ser salvado. La salvación implica una entrega total y completa del hombre a Dios, confiando en Él, escuchando su Palabra, cumpliendo sus mandatos. Dios quiere que tengamos una relación personal y auténtica en la que Él ocupe el primer lugar en mi vida.
Él, ciertamente, tiene misericordia de nuestro pecado, de nuestra miseria, de nuestro egoísmo, de nuestra idolatría, de nuestras guerras, de nuestras pandemias. Él quiere que nosotros seamos libres de las ataduras del pecado y de la muerte, para hacernos revivir con Cristo por medio de la fe, como lo decía la segunda lectura. Él no nos promete un camino fácil, pero sí un camino en el que Él nos dará la fuerza para seguir adelante. Si no tenemos esa fe para escuchar la voz de Dios y confiar que sus caminos son los mejores, o si no podemos cumplir con lo que Él nos pide, es momento de hoy decirle que nos ayude. Él quiere ayudarnos a purificar nuestros pecados, y quiere sanarnos. Estamos a tiempo, es el momento, alegrémonos. La Pascua está cerca, pero ¿cómo la celebraremos?
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