Celebramos el décimo segundo domingo del Tiempo Ordinario. La Liturgia de la Palabra nos invita a confiar en Dios en medio de las tempestades y vicisitudes de la vida. La actitud del discípulo debe partir de la fe. Para ello, las lecturas de este domingo está recogidas de dos textos de las Sagradas Escrituras que nos explican, a partir de imágenes, cuál debe ser la actitud de los discípulos ante las adversidades y dificultades de la vida.
La tormenta
El primero de ellos está tomado del libro de Job. Este libro gira en torno a la tragedia de un justo no israelita —que se supone vivió en Edom entre “los hijos de Oriente”— y que fue sometido a terribles pruebas por Dios para aquilatar su virtud desinteresada. Job perdió todo lo que tenía y pasó por la tormenta. Dios «permite» que Satán tiente a Job para que sea probada su virtud. ¿Pero por qué sufre el justo? El libro no intenta responder a esta pregunta, que queda abierta y solo es contestada hasta en libros posteriores y solemnemente en la crucifixión de Jesucristo.
El texto, que la liturgia nos propone hoy, nos presenta uno de los tantos diálogos que Job mantiene con el Señor. El Señor habla a Job en términos de una exaltación de la soberanía divina. El Señor se presenta a sí mismo como aquel que encerró el mar y puso el límite del poder de sus olas. La imagen del mar y la bravura de sus olas, en las Sagradas Escrituras, son un signo que hace referencia al poder del mal y del sufrimiento en la historia del hombre. Esta misma imagen es aplicada en el Evangelio, cuando Jesús ordena la calma en la tempestad.
La calma
El texto de Job no intenta explicar por qué surge el mal, pero sí asegura que el mal es controlado y limitado por el Señor. Inclusive el más grande y poderoso en este mundo tiene un límite. Por muy grande que sea el mal que agobie a una persona, comunidad o nación, debemos tener en cuenta que ese mal no es más poderoso que el Señor; y cuando Él hable, aunque dicho poder quisiese hacer daño, Él siempre tiene el control de la historia, de nuestra historia.
Por otro lado, el Señor puede en muchas ocasiones parecer como el dormido. El mal pareciera que está triunfando sobre aquellos que deciden emprender un viaje en la barca de la vida, de la historia, de la Iglesia. Por ello, el texto que hemos escuchado hoy como Evangelio, nos presenta esta figura del Señor dormido, aunque presente. Muchas explicaciones se han intentado dar en torno a esta actitud de Jesús. ¿Por qué estaba dormido?
Jesús dormido y la fe
Realmente no sabemos por qué estaba dormido Jesús. Lo que sí sabemos es que estaba presente en la barca. Estaba ahí con los discípulos, aunque en su desesperación, ellos le recriminan: «no te importa que sucumbamos ante el mar embravecido». Solo miraban lo inminente: que la barca sucumbiera ante la tormentas. A pesar de ello, los discípulos hicieron lo lógico: despertar al Señor, invocarlo, orar, pedir. Esta actitud de reclamo y petición no es propia de un discípulo que sabe que el Señor siempre está ahí y es lo que, luego, les recriminará Jesús: su falta de fe.
La «fe» es un rasgo característico del discípulo de Jesús, ¿pero qué tipo de fe poseemos? Aquella que solo mostramos cuando necesitamos algo, como un niño pidiendo un dulce, y que cuando no se le da se altera y recrimina. O nuestra fe es aquella que es fruto de la esperanza y la caridad. Esta última es capaz de ver más allá del dolor y del sufrimiento en la tormenta, y se mantiene firme en la barca. Es la “fe” –si me permiten hacer esta aclaración– que nos mostró Jesús: la que es capaz de ir hasta la cruz y de morir, porque sabe que más allá de la muerte hay vida, hay resurrección.
¿Qué hacer?
Yo no sé si el estimado lector, que ha llegado hasta aquí, está pasando por algún momento difícil, por alguna tormenta. Si es así, quisiera preguntarle ¿Qué fe tiene usted? Es acaso aquella la de un niño berrinchudo o la de un discípulo de Jesús. Si es la primera, le recomiendo plantearse de nuevo qué hace con su vida. Si es la segunda, ánimo con su cruz: la resurrección le espera. ¡Feliz domingo!
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