Queridos amigos. Continuamos celebrando estos domingos del tiempo ordinario, con el objetivo de ir conociendo más quién es Jesús, qué es Jesús y cuál es su misión. En este domingo XIV, las lecturas nos llevan a pensar en el ministerio profético de Cristo y cómo en Él se logra la gran consumación de este. Jesús es el último y el más grande profeta del Señor, que tiene como misión revelar la Palabra que Dios quiere comunicar al mundo.
El profeta
La figura del profeta ha estado presente en cada cultura y religión de la que tenemos conocimiento. Aunque no se le llame con el nombre de profeta (a veces recibe el nombre de chamán, médium, sacerdote), hay una conciencia viva de que pueden existir ciertas personas que tienen la capacidad de comunicarse con la divinidad y hablar en nombre de ella. Esto ha estado en presente en la conciencia del hombre y también en la propia tradición judeocristiana.
En Israel, sin embargo, el profetismo se desarrolló de una manera distinta. Al tener conciencia de la existencia del único Dios, el pueblo de Israel tuvo la institución del profetismo como una realidad querida y buscada por Dios. Ya no es el hombre el que elige y busca ser profeta, sino es Dios (Padre) quien elige y dona su Palabra (el Hijo) y Espíritu a aquellos que Él escoge para realizar la misión de ser su portavoz. Este es un cambio novedoso y radical con respecto a las demás culturas.
El profetismo en Israel y Jesús, el Incomprendido
En la primera lectura podemos entenderlo bien. Las narraciones de las vocaciones de los profetas en el Antiguo Testamento nos dan a entender que los profetas, en muchas ocasiones, son buscados por Dios y sacados de sus lugares de origen, trabajo y convivencia familiar; con el objetivo de hablar en nombre de Dios. El auténtico oficio del profeta no es querido por el hombre que lo ejerce, pues conllevará rechazo, persecución, burla y hasta la muerte.
El profetismo en Israel es llevado a su máxima expresión en la persona de Jesús. La misma Palabra de Dios (Hijo) se hizo carne para comunicarse Él mismo a los hombres. Por ello, la persona de Jesucristo es el gran profeta y a la vez es el gran Incomprendido. Jesús llevó la misión del profetismo a su total cumplimiento. Él fue enviado por el Padre y acompañado por el Espíritu en esta misión, para que el Hijo se comunicara a los hombres. ¿Quién mejor que la misma Palabra de Dios encarnada para hablar a los hombres?
Sin embargo, esta Palabra que es la Sabiduría de la que nos habla el libro de la Proverbios (cf. 8) y que, a su vez, nos interpela con la Verdad de nuestra propia realidad, de nuestro pecado, miseria e incongruencia; muchas veces no es aceptada por todos. Esta Sabiduría, de la que se sorprendían los coterráneos del Señor (cf. Mc 6,2) y que no gusta a los soberbios y a los engreídos. Por esa Sabiduría que comunica el profeta es perseguido, insultado, maltratado, martirizado y asesinado.
Somos profetas
Para nuestra tradición cristiana, el ministerio profético exclusivo para unos pocos se acabó con la misión de Juan el Bautista, pues ya no es necesario ningún intermediario entre Dios y los hombres. Jesús nos ha abierto la posibilidad de hablar directamente con Dios y escuchar su Palabra que se dirige hacia nosotros. Todos los bautizados, por este don inmerecido de la Misericordia Divina, podemos escuchar a Dios y hablar en nombre de Dios: somos auténticos profetas (cf. LG 12/a).
Sin embargo, ¿queremos ser profetas? Esta es el gran cuestionante de hoy. Es muy fácil acomodarse, volverse individuos que no buscan compartir la voz del Señor que me ha sido comunicada a mí como un regalo. Es fácil individualizarse y que no me importe lo que pasa al otro. Mientras vaya a misa yo y cumpla con lo que tenga que cumplir yo, el resto no me importa. Ciertamente es difícil ser profeta, pero el Señor hoy me está llamado a serlo.
Compartir la Palabra y el Espíritu
Yo he recibido una llamada del Padre al bautismo y en Él he recibido el Espíritu Santo. Escucho la Palabra de Dios cada día. ¿Por qué no la comparto? Yo soy profeta y tengo que creérmelo. Quizá, ¿me da miedo el qué dirán? En muchas ocasiones hasta ocultamos lo que somos para no caer mal, para no ofender. ¿Por qué no puedo comunicar con mis amigos, vecinos, familiares, lo que Dios ha hecho en mí? Ciertamente, es muy difícil, si hasta el propio Señor no pudo hacer nada con la gente de su pueblo. Pero ¿yo, si quiera, lo estoy intentando?
Que este domingo nos ayude a pensar qué estoy haciendo con la Palabra y el Espíritu que se me está dando en cada Eucaristía. Sobre todo, que me ayude a pensar a quién me está invitado el Señor, quizá con mi palabra o con solo mi ejemplo (sin hostigar a nadie), a anunciar la Misericordia de Dios. ¡Feliz domingo!
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