El que viene a mí no tendrá hambre – XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Juan Carlos Rivera Zelaya

julio 31, 2021

Nos reunimos en torno a la mesa de la Palabra, en este domingo, para que Ella nos ayude a prepararnos para la mesa del Pan. Jesús  -como leemos en el Evangelio de este domingo- es el Pan de Vida que se nos presenta en las Sagradas Escrituras, prefigurado en el maná, y entregado como alimento en la Eucaristía. Él mismo se nos da como alimento de comunión para que al compartir en torno a Él podamos “revestirnos de una nueva condición humana creada a imagen de Dios” (Ef 4, 24).

El hambre y la sed

El hambre y la sed son realidades humanas que parten de nuestra condición corporal. El hombre necesita comida y agua para saciar una necesidad básica de su existencia corporal. Desde la creación, el mismo Dios proveyó en el paraíso los alimentos necesarios para el sustento físico del hombre. Comer,  respirar,  trabajar y descansar, son actividades que se hacen necesarias en la vida del hombre y que afectan su relación con los demás y con Dios mismo.

Comer y beber son una actividad querida por Dios. A menos que libremente decidas hacer un ayuno espiritual para mortificar tu cuerpo (que viene bien en muchas ocasiones), el estado natural del hombre, y lo querido por Dios, es que podamos disfrutar de los bienes del mundo. Los cristianos sabemos una gran verdad: ¡Dios nos creó para que pudiésemos comer! Evidentemente, como todo en la vida, también esta actividad tiene su tiempo y medida. Abusar de la comida es un pecado.

Nadie puede estar en paz con hambre y sed. Seguramente en alguna ocasión –usted estimado lector– ha tenido la experiencia de “morir de hambre”. El hambre hace que muchas personas emigren, dejen todo, roben e incluso maten. De ninguna manera intento justificar ninguna de estas acciones, pero solo pongámonos a pensar cómo el hambre es un motor que nos hace movernos día a día. El famoso refrán dice: “Si no trabajo no como”. Muchas personas se sacrifican día a día en trabajos que no quieren, porque si no morirían de hambre. Hoy hay muchas campañas y programas para acabar con el hambre en el mundo y es un deber cristiano apoyar estas causas.

El hambre espiritual

Sin embargo, hay un hambre del que poco se habla: el hambre espiritual. El ser humano tiene una condición física que lo hace buscar comida, y a la vez tiene una condición espiritual que lo hace buscar amor y felicidad. Si comparamos el hambre con el deseo de felicidad que existen en el hombre, nos daremos cuenta que, en efecto, este es otro motor que mueve a toda persona en el día a día. En nombre de la felicidad se han emprendido grandes aventuras y se han hecho grandes sacrificios. Incluso aquellos que la podrían buscar en las fuerzas del mal, lo hacen pensando que es su bien.

En efecto, la gran empresa del hombre es buscar la felicidad, aún en medio de las dificultades. Como sabemos, la felicidad no viene de estar siempre en las mejores condiciones y sin ningún problema, sino como diría A. Dumbledore en Harry Potter y El prisionero de Azkaban: “la felicidad puede hallarse hasta en los más oscuros momentos, si somos capaces de usar bien la luz”. Ser feliz no equivale a no tener problemas, sino a amar en todo momento, incluso cuando es imposible.

Hoy, en cambio, hay personas infelices en este mundo que a pesar d que tienen dinero, poder e inclusive alguna especie de amor humano; sienten el peso de la infelicidad en sus vidas. La vida de muchas personas está hambrienta y hacen de todo –incluso robar y matar– para saciar su hambre espiritual. Sus corazones están vacíos y su alma está siendo consumida poco a poco. La felicidad que intentan buscar o el amor que intentan sentir nunca llega, porque buscan esa felicidad y amor donde se les ofrece solo apariencias. El placer por placer, el poder por poder y el tener por tener, nunca podrán alimentar el anhelo profundo de amor y felicidad que el hombre ansía.

Pan que da la vida al mundo

El Evangelio de este domingo se ubica dentro de este contexto de hambre y sed, tanto corporales como espirituales. El capítulo sexto del Evangelio de san Lucas es llamado –por los expertos– como el discurso del Pan de Vida. Este discurso se abre con el milagro de la multiplicación de los panes y la perícopa que hemos leído para esta Eucaristía, nos muestra la reacción de la gente ante las acciones y la predicación de Jesús. La gente le pide un signo al Señor para creer en Él, un signo que sacie el hambre corporal como el que envió el Señor al pueblo de Israel en el desierto, como se lee en la primera lectura.

Nuestro Señor nos explica que el milagro del maná en el desierto fue una prefiguración del verdadero Pan del cielo. Jesús quiere dar el Pan que da la Vida al mundo: su palabra y su carne. Quiere saciar el hambre no solo física del hombre, sino sobre todo el hambre espiritual. Quiere otorgar con ese Pan, la felicidad y amor para la cual el hombre está diseñado. Jesús quiere, por fin, llenar ese vacío profundo y ese anhelo hondo de Amor en la vida de cada persona. Por eso, Él se presenta a sí mismo como el Pan de Vida.

Este Pan sacia el hambre y la sed hasta lo más profundo.  El Pan que ofrece Jesús le permite al hombre encontrar la auténtica felicidad y el auténtico amor. Es un Pan que une al hombre tanto con Dios y como con los demás hombres, y va transformando cada corazón hasta que este arda y se consuma en el Espíritu del Amor de Dios. Es de ese Pan que nos da la Vida, la felicidad y el Amor de Dios del que el mundo está hambriento, aunque no lo sepa. Es de ese Pan del cual todos los que seguimos a Cristo queremos comer. Y es de ese Pan, del cual recibiremos en la Eucaristía de este domingo un trozo, para saciar nuestros anhelos de felicidad.

¡Feliz domingo!

Juan Carlos Rivera Zelaya

Sacerdote de la Diócesis de Jinotega - Nicaragua. Licenciado en Teología Dogmática por la Universidad de Navarra - España. Fundador del blog Paideia Católica sobre formación católica

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