Estamos en la semana XX del Tiempo Ordinario y este año ha coincidido la celebración de la Pascua del Señor con el día que la Iglesia ha instituido, para celebrar la pascua de la Virgen Santísima, asunta en cuerpo y alma al cielo. Celebrar los dogmas de la Virgen Santísima, es celebrar los méritos que nos ha alcanzado nuestro Señor Jesucristo, con los grandes acontecimientos de salvación, de los cuales su Madre santísima no es la excepción.
Decimos que ella es Reina, porque es la Madre del Rey. Es la llena de Gracia porque ella, con su “hágase en mi según tu palabra” (Cfr. Lc 1, 38) concibió al hijo de Dios para que la gracia de la salvación alcanzara a todo aquel que crea. Dios asciende a nuestra Madre al cielo, para mostrarnos cuál es el destino de aquellos que queremos alcanzar la salvación.
HISTORIA DEL DOGMA
La asunción en cuerpo y alma de la Virgen al cielo no es una opinión piadosa. Es un dogma de fe, el más reciente. Este Dogma fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950, en la Constitución Munificentisimus Deus (El Dios Benévolo se podría traducir), expresó el Papa:
[…]con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que La Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo.
No es que el Papa Pío XII inventó que María ha sido llevada en cuerpo y alma, los dogmas no los hace el Papa. El Papa lo que hace es poner el sello de su autoridad, de su magisterio, para darle seguridad al pueblo de que esa verdad está contenida en la divina revelación. Y lo creemos no sólo porque lo dice el Santo Padre, sino sobre todo porque lo ha dicho Dios en la fe del pueblo (la voz del pueblo, es la voz de Dios) y lo afirma la Tradición viviente de la Iglesia.
Celebramos, pues, una verdad que no es inventada por los hombres. Sino que, por la seguridad de una fe verdaderamente católica, sentimos hoy la alegría profunda de que la Virgen María realmente está en el cielo, no sólo con su espíritu, como están todos nuestros muertos, sino con su cuerpo glorificado ya en esta forma definitiva en que también nosotros vamos a ser glorificados, cuando se cumpla ese dogma de nuestro credo: creo en la resurrección de la carne, en la resurrección de los muertos.
ENSEÑANZA DE ESTE MISTERIO PARA NOSOTROS
El mensaje, pues, de este día es muy oportuno, porque ese viaje de María Santísima en cuerpo y alma al cielo, le dice a toda la humanidad que, no está en esta tierra el destino del alma y del hombre que busca la verdadera felicidad, que hay un Reino de los cielos definitivo. Pero, que se conquista precisamente trabajando en esta vida, entregándose al cumplimiento de los designios de Dios; así como lo hizo la Virgen en su vida terrenal, colaborando íntimamente con el divino Redentor para salvar al mundo.
Nosotros como Iglesia que todavía peregrina entre persecuciones y dolores en la tierra, mira a la madre de Dios y en ella contempla su destino inmortal y se anima a sufrir todos los dolores y persecuciones, porque sabe que a través de este dolor – como el dolor que le causaron a la Madre, por asesinar a su hijo en la cruz – así Dios está labrando las piedras vivas de aquel templo glorioso con el cual Dios se unirá para siempre en toda su majestad y en toda su belleza con nosotros.
IGLESIA QUE SIRVE A SUS HIJOS Y LES MANTIENE EN LA ESPERANZA
Como la Virgen, nuestra Iglesia no puede renunciar a su tarea de mostrar a los hombres su destino. Por eso se aferra con tanto empeño en defender la dignidad, la libertad, los derechos del hombre, porque sabe que ese hombre no debe ser un juguete de la tierra, sino que está destinado como María al Reino de los cielos, que es un hijo de Dios que peregrina en esta tierra y que, desde aquí, debe vivir como tal, pero que su destino no es esta tierra.
La Iglesia nos enseña que en el dogma que celebramos hoy, se alimenta la esperanza de los hombres, que si la Santísima Virgen María, hija de esta tierra, ha sido asumida por Dios y colocada en un trono en el cielo, es posible que toda carne humana también viva esa misma esperanza. Por eso en medio de las persecuciones no nos desanimamos. Aun cuando la muerte apaga la vida, siempre esta esperanza queda palpitando en el sepulcro, porque se apoya en el Espíritu de Dios, que nos ha hecho inmortales y nos hará resurgir de nuestros sepulcros.
Finalmente, la Iglesia como María sirven a la humanidad, sintiendo que en cada hombre y en cada mujer hay un hijo de Dios, un hermano al que atender. María no se cansa de ejercer esa protección, esa mano tendida de madre y de reina para conducirnos en el camino del cielo, en el camino del deber. Y esto está haciendo la Iglesia en la tierra también, animando a los hombres para que cumplan su deber, para que salgan del pecado, para que sepan vivir la verdadera dignidad de los hijos de Dios.
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