Queridos hermanos. Nos volvemos a encontrar en la Eucaristía, la fiesta de la fe, en la que semana a semana podemos escuchar la Palabra de Dios y comulgar el Cuerpo de Cristo. Este domingo, retomamos la lectura del Evangelio de san Marcos, que habíamos interrumpido en estos domingos del ciclo B para escuchar el capítulo 6 de san Juan. El tema de las lecturas de este domingo son los preceptos divinos y humanos.
Los preceptos en la sociedad actual
Vivimos en una sociedad que busca a toda costa ser libre. Desde la revolución francesa, que precedida por todo un itinerario de pensamiento y reflexión, estuvo acompañada también por la revolución cultural e ideológica del siglo de las luces; el hombre ansía emanciparse de todo poder cultural, político y religioso, con el fin de autodeterminarse y lograr la famosa “libertad”. Esa libertad solo es posible si se funda una moral que el propio individuo moldee a su conveniencia.
Herederos de toda esa reflexión, en nuestro ambiente hay toda una cultura del rechazo hacia las leyes morales y religiosas. Los 10 mandamientos, la ley judía y la moral católica se ven como algo del pasado y obsoleto. La sociedad actual ve al auténtico cristiano como un extremista, obviando que nuestra propia sociedad se basa en estos valores. Algunos cristianos, incluso, dicen que se debería actualizar la Iglesia en materia de moral; y otros, desde dentro, enseñan que ciertas acciones y actitudes no son pecado pues las circunstancias han cambiado.
Hablar hoy de mandamientos es un verdadero reto. Cada vez es más difícil decirle a los demás que Dios quiere que lleve su vida de una u otra manera. Y esto es porque no se entiende el verdadero sentido de precepto. La cultura actual nos ha enseñado que el precepto es una imposición por parte de Dios y/o las autoridades religiosas y morales, con el fin de oprimirnos y robarnos la libertad. Sin embargo, esto no es vedad. La verdadera libertad consiste realmente en llevar a la práctica los preceptos que Dios nos ha dejado.
La libertad y los mandamientos
La libertad que el hombre ansía solo se consigue en la medida en que responde a su propio fin: el amor. Nadie que viva una vida en el pecado es auténticamente libre. El asesinato, la envidia, el rencor, una vida desenfrenada en las drogas o el sexo, etc.; no conducen al hombre a la auténtica felicidad, ni al amor, ni a la libertad. La vida en el pecado esclaviza y Dios lo sabe. Precisamente por ello, Dios ofrece al hombre el gran tesoro de la sabiduría de los preceptos de la ley.
El Dios cercano de Israel nos dice hoy: “¿dónde hay otra nación tan grande que tenga unos mandatos y decretos tan justos como toda esta ley que yo les propongo hoy?”. Los mandamientos son el regalo de un Dios cercano que sabe lo que es bueno y malo para el hombre. No son una imposición negativa que busca oprimir la libertad del hombre, sino una guía que busca llevar a la plenitud la libertad que el hombre tiene. Ciertamente, cuando leemos “no robarás”, nos parece que los 10 mandamientos son una prohibición, pero debemos alejar esta visión de nuestro entendimiento. El “no robar” es un consejo, pues todo sabemos que quien roba no es feliz.
El fariseísmo
Junto a la tentación común de “relativizar los mandamientos y toda la moral católica”, también hoy hay una tentación –aunque es poco común– presente en hogares muy católicos y en corazones muy escrupulosos: el fariseísmo. Con esta palabra se puede definir a aquellos que utilizando la ley, los mandamientos y la moral católica; juzgan, esclavizan y oprimen a los demás e incluso a sí mismos. Se centran tanto en cumplir la moral que ven en todo un pecado grave, viven pensando que todo está mal, juzgan a los demás por sus errores y dudan de la misericordia de Dios.
En el Evangelio de este domingo vemos claramente cómo Jesús rechaza toda actitud de falso seguimiento de la ley y de la moral. Estamos de acuerdo que Jesús se lavaba las manos para comer y que sus discípulos también lo hacían, seguramente en algún momento no lo hicieron. Solo bastó ese momento para que, sin misericordia, los fariseos acusaran a los discípulos de incumplidores de la ley. El problema no es que si lavarse las manos estuviese bien o mal, sino que los fariseos estaban atentos a ver el error en el otro.
La impureza
Además de ello, hay un tema que sobresale en el texto evangélico que hemos leído/escuchado: la pureza e impureza. La visión judía estricta (sobre todo la de los fariseos), invitaba al hombre a buscar siempre la pureza, aunque realmente eso solo consistía en actitudes externas. No importaba realmente si había odio, rencor, avaricia o deseo desmedido de poder en el corazón del judío, mientras se cumplía con los ritos externos todo estaba bien. Ante esa actitud también reacciona hoy el Señor.
Jesús no tenía problema con la purificación, pues él cumplía con estas normas (cf. Lc 17, Jesús envía a los leprosos con el sacerdote). El problema era la hipocresía de aquellos, que teniendo odio, envidia y rencor en su corazón, no tenían misericordia y se fijaban en pequeñas normas y no en las importantes. Por eso, aparecen esas palabras duras que se refieren a las normas de Dios y las normas de los hombres. Por supuesto que lavarse las manos está bien y es importante, pero más importante es agradar al Señor con nuestra vida y no permitir que el pecado (ese que afecta al corazón del hombre) anide en nosotros.
Que el Señor nos ayude a escuchar atentamente la Palabra de Dios, para que siguiendo los preceptos de la ley del Señor, podamos cumplir con la religión perfecta –esa que agrada a nuestro Dios– y que consiste en poner en práctica la fe que hemos recibido de Dios.
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