Los evangelios insisten en la necesidad de que Dios sea nuestro mayor tesoro, si es así, todo lo demás irá encontrando su cauce. Decir esto, luego de una experiencia espiritual grata es sencillo, pero ya en la vivencia cotidiana, cuando toca realmente actuar, es cuando queda en evidencia donde están puestas nuestras seguridades. Es en este punto donde justamente las dos viudas de los textos de hoy nos dan una gran lección, vigente para todos los tiempos.
En la primera lectura (1R 17,10-16), Elías, movido por la dura sequía llega a Sarepta, Yahvé ha demostrado al rey y a su esposa, que es Él y no el falso dios Baal el que hace que los cielos se cierren o se abran, Yahvé es Señor de todo lo creado y aunque la malvada reina consorte Jezabel, promueva el culto a los falsos dioses, ningún poder tienen éstos.
Las escenas pueden ser puestas en paralelo; la viuda de Sarepta solo tiene un poco de harina y aceite, se cree sentenciada a muerte por la sequía, y sin embargo, no duda en confiar en Yahvé, que le habla por medio de Elías, su fe se mantiene sólida, sabe que no es Baal el que provee el trigo y el aceite sino, Yahvé, su Dios. La viuda del evangelio sabe también que su tesoro no son aquellas monedas de poco valor, sino Dios, en él está puesta su vida. Ambas mujeres saben que sus vidas están en manos del Señor. No es el aparente poder de aquellos malos gobernantes, no son las falsas seguridades materiales, sino únicamente Yahvé el que puede asegurar la vida.
Cuantas veces como pueblos, o en situaciones individuales, nos encontramos en las mismas circunstancias, y justo allí nuestras seguridades son puestas a prueba. ¿Cómo respondemos nosotros? ¿Continúa firme nuestra confianza en Dios en situaciones límite? ¿Respondemos desde nuestra fe o vamos buscando mil excusas para evadir el bien?
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