Alégrense siempre en el Señor – Domingo III de Adviento (C)

Juan Carlos Rivera Zelaya

diciembre 11, 2021

«Gaudéte in Dómino Semper» (Alégrense siempre en el Señor [Flp. 4,4]) dice el introito de la Eucaristía de este domingo III de Adviento. El introito es la primera oración que se reza o canta en la misa según el rito romano vetus ordo y, de la primera palabra de este, viene el nombre de este domingo: Gaudete. Este día nos recuerda, que en medio del camino preparatorio de la Adviento, ya está cerca la celebración de la Navidad. Por esa razón la liturgia nos permite usar el color litúrgico rosa: una combinación entre morado y blanco.

El Señor está cerca

San Pablo escribe las hermosas palabras del introito de este día, desde una cárcel. Los estudiosos no están seguros si fue en Éfeso o Roma, en torno a principios de los años sesentas del primer siglo, pero lo que interesa es saber que San Pablo invita a sus hermanos de Filipos a la alegría con un adverbio particular: siempre. La Iglesia de Filipos estaba preocupada por San Pablo y les envía a Epafrodito para auxiliarlo. Él les contesta con esta carta, consolándolos e invitándolos a la alegría.

¿Cuál es la razón de esta alegría de San Pablo en medio de su cautiverio? La alegría del Apóstol radica en su fe en Nuestro Señor Jesucristo que lo hace tener esperanza. Dice el texto: «Que la bondad de ustedes la conozca todo el mundo. El Señor está cerca» (Flp 4,5). San Pablo cree firmemente que el Señor está cerca y eso le produce esperanza y alegría en el corazón. «Nada les preocupe» (Flp. 4,6), es decir, no hay por qué razón tener miedo, por qué pensar en el mal. Todo debemos ponerlo en manos de Dios, lo bueno y lo malo: a nosotros nos corresponde confiar y esperar.

La alegría del mundo

La alegría de San Pablo es muy distinta a la alegría que puede manifestar o ansiar el mundo. Hoy, por muchos sitios, se ofrece experiencias alucinantes o momentos maravillosos, llenos de paz y de mucha alegría. La alegría a veces se vende como luces, colores, sensaciones, olores, placeres. La alegría del mundo se centra solo en mensajes publicitarios, en comercio y en modas pasajeras. Pero, al final del día, el hombre y la mujer contemporáneos se encuentran en una lucha por conseguir más y más y por llenar vacíos que se hacen más profundos.

El papa Francisco nos lo recuerda en la exhortación Evangelii gaudium 2:

El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.

El Señor está en medio de ti

La alegría de san Pablo es la alegría a la que invita el profeta Sofonías: «El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no temas mal alguno» (Sf 3, 14-18a). Esta alegría es saber que el Señor, a parte de que vendrá, está ya en medio del hombre y la mujer creyente.  Lo decía también el Salmo: «Griten jubilosos, qué grande es medio de ti el Santo de Israel» (Is 12,3). Es la alegría que nos envuelve la celebración de la Eucaristía, de los sacramentos, de la Palabra de Dios leída y orada personalmente o en comunidad, del amor manifestado en los hermanos de la Iglesia.

Esta alegría nos la da el Evangelio, porque sabemos que el Señor vendrá y a la vez, ya está en medio de nosotros. El evangelio nos invita a la alegría de los dones del Espíritu que actúa en su comunidad y que nos invita a dar testimonio de esa alegría a todos los hombres: «cuenten a los pueblos sus hazañas, proclamen su nombre» (Is 12, 3). Sobre todo, el testimonio debe darse en los momentos más difíciles: como la cárcel, la enfermedad, los problemas económicos, la injusticia y la guerra.

La conversión

Sin embargo, hay una mejor manera de dar testimonio de la alegría que viene del Evangelio (de la fe de la presencia del Señor y de su venida): la conversión a la que nos invita hoy el Bautista en el Evangelio. ¿Qué es lo que debemos hacer?, le preguntaba la gente, los publicanos, los soldados a San Juan (Lc 3, 10-18). En definitiva, las respuestas del último profeta nos invita a la conversión: el que tenga comida que comparta, no exigir más de lo establecido, no hacer extorsión.

Quien se ha encontrado con la verdad y la alegría del Evangelio, del saber que el Señor está con nosotros y que vendrá al final de los tiempos para juzgarnos en el amor, debe transformar su vida hacia el camino de la justica y de la paz. El Bautista nos anuncia que vendrá uno que nos bautizará con Espíritu Santo y fuego y en su mano tiene la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible (cf. Lc 3, 16-17). El cristiano que vive la alegría del Evangelio no puede dar testimonio de su fe y esperanza, viviendo en el pecado y el odio.

Por ello, mientras esperamos el regreso del Señor nuestra mejor manera de dar testimonio de la alegría auténtica del Evangelio, es viviendo una vida acorde a las exigencias del camino discipular. En definitiva, mientras nuestra fe cree en las palabra del Señor, debemos esperar, amando a Dios y a todos los hombres, es decir, evitando el pecado y haciendo el bien a quien se nos presente.

¡Feliz domingo!

 

 

Juan Carlos Rivera Zelaya

Sacerdote de la Diócesis de Jinotega - Nicaragua. Licenciado en Teología Dogmática por la Universidad de Navarra - España. Fundador del blog Paideia Católica sobre formación católica

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