Estimados hermanos: nos reunimos un domingo más para celebrar el encuentro de los cristianos, de la gran familia de Dios, en torno al altar de nuestro Señor. Él nos muestra con su misericordia, cómo se puede amar a quien te ha hecho daño, cómo se puede perdonar a aquel que te ha ofendido e incluso te ha maltratado. En el altar de la Eucaristía el amor se hace presente para perdonarnos y para que nosotros podamos perdonar. Porque el perdón y la reconciliación son fruto del amor, no del amor humano muchas veces exclusivista, sino del amor divino (cáritas) que se da generosamente.
En efecto, estimados hermanos, las lecturas de este día tiene como tema central: el perdón. En primer lugar dirigimos nuestra mirada a Dios que es un Padre lleno de misericordia y sabe perdonar nuestros pecados. Escuchamos en el salmo responsorial: «El Señor es compasivo y misericordioso/ lento a la ira y rico en clemencia./ No nos trata como merecen nuestros pecados/ ni nos paga según nuestras culpas». Dios está dispuesto a perdonarnos siempre –como nos recuerda a menudo el papa Francisco– somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
David que perdona a Saúl
La primera lectura tiene como protagonistas a David y Saúl. Cuando David mata al filisteo Goliat, Saúl se llena de envidia de él y se propone matarlo. Por recomendación de su amigo Jonatán (hijo de Saúl), David huye al desierto. Así se comienza una larga persecución a David por parte de Saúl. Hoy nos encontramos ante Saúl persiguiendo a David por el desierto, y llegada la noche, el primero duerme y es sorprendido por David. Este es tentado por Abisay, quien en nombre de la justa ley del talión (ojo por ojo), estaba posibilitado justamente a quitarle la vida al rey.
¿Qué hace David? Toma la lanza del rey en señal de que pudo haberlo matado y dejó en manos de Dios el asunto: «que el Señor pague a cada uno según su justicia y fidelidad». ¿Qué nos enseña esta actitud? Según lo que nos quiere transmitir el autor sagrado, David es consciente de que la vida del hombre está en manos del Señor, que la justicia debe administrarla Dios. Que ante el mal proferido por otro, como creyente debo aprender a no vengarme, a dejar todo en manos de aquel es justo y fiel. El ejemplo de David nos muestra a los cristianos que el camino de la venganza no es el camino querido por Dios.
Amen a sus enemigos
En cambio, el camino querido por Dios es señalado hoy por el evangelio. Hoy escuchábamos: «amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los calumnian». Estas duras palabras, son quizá, las más difíciles de poner en práctica en el Evangelio. Nadie nos puede pedir que amemos a nuestros enemigos, a aquel que nos ha traicionado o humillado, aquel que nos persigue para hacernos daño o habla a nuestras espaldas. Nadie, excepto aquel que ha perdonado nuestras infidelidades, nuestros engaños, desprecios y humillaciones. Por esta razón, Dios nos pide ser misericordiosos como Él es misericordioso.
El cristianismo es la religión del amor, es decir, de haber experimentado el amor de Dios, su perdón, cariño y misericordia; y de comunicar ese amor a los demás. Pero, ese amor debe ser mostrado no solo con aquel que me hace un bien a mí, sino con aquel que me señala, me apuñala, habla mal de mí, me persigue o, incluso, quiere quitarme la libertad o la vida. Estoy invitado por parte de aquel que me ha perdonado, a perdonar a los demás. En esto se medirá mi verdadera religión, mi camino de discipulado y mi seguimiento al Señor: en saber si soy capaz de amar a aquel que me hace daño.
La vida cristiana, el martirio y la justicia
La vida cristiana no consiste solo en ir a misa los domingos, rezar el rosario, confesarme de vez en cuando, donar algo para la iglesia y llevarme bien con los que me caigan bien. Todo lo anterior es bueno y necesario. Pero nuestra fe se pone a prueba en el dolor, en la persecución, en el martirio (incluso diario), en el soportar hipocresías, malos comentarios y chismes. Nuestra fe se pone a prueba en cómo respondemos a los constantes ataques, mentiras y malos comentarios, a la persecución política, ideológica, económica y social, al rechazo y a las burlas constantes. Recordemos que cuando respondemos a un insulto con una bendición, estamos cumpliendo con el Evangelio.
Sin embargo, esto no significa que el cristiano no deba buscar la justicia, o que si alguien le hace algo malo (robarle, insultarle, etc.) no deba pedirle que rectifique y corrija su actitud. De ninguna manera el cristiano debe ser un pusilánime. El Señor nos invita a cuidarnos y a luchar por la justicia, pero nunca por el camino de la venganza, de la destrucción y del daño a los demás. El Señor nos invita al perdón, ciertamente, no obstante, también invita a la justicia y la retribución. Tratemos de vivir de acuerdo al Evangelio, buscando siempre amar y cuidar a los demás.
¡Feliz domingo!
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