ALÉGRATE-IV DOMINGO DE CUARESMA (C)

Paúl Fernando Tinoco Mejía

marzo 26, 2022

Domingo de “Laetare”, El cuarto domingo de Cuaresma, llamado así por las primeras palabras de la oración introductoria de la Misa, “Laetare Jerusalem” (Alégrate, oh, Jerusalén). Además, en la liturgia de la palabra de este día, se nos invita a estar alegres porque Dios nos liberado, encontrado y reconciliado.

La Cuaresma es un tiempo para fortalecer la gracia del Bautismo y para purificar la fe que hemos recibido. Este proceso puede ser explicado a la luz de la comprensión que Israel ha tenido de la experiencia del éxodo. Un acontecimiento crucial para la formación de Israel como pueblo de Dios, para el descubrimiento de los propios límites e infidelidades, pero, también, del amor fiel e inmutable de Dios. (Cfr. Directorio Homilético. 69)

«Hoy he quitado de encima de ustedes el oprobio de Egipto» (Jos 5,9)

La historia del pueblo de Israel, es la historia de cada uno de nosotros. La mayoría de personas no procura vivir en un desierto geográficamente pero, aunque no vivamos en uno, si experimentamos carencias que solo en uno se viven, en el desierto de nuestra existencia presente vivimos dificultades, miedos e infidelidades, descubrimos la cercanía de Dios que, a pesar de todo, nos está guiando hacia nuestra tierra prometida.

El pueblo de Israel durante el desierto, no confió muchas veces en los designios de Dios, que aparentemente los llevaban al fracaso. Pero al final los llevó a producir en un desierto, su propio alimento y así sustentarse durante su estancia. «Al día siguiente de la Pascua, comieron de los productos del país – pan sin levadura y granos tostados – ese mismo día.» (Jos 5,11)

El desierto es el lugar donde se pone a prueba nuestra fe, pero, donde se purifica y se refuerza, si aprendemos a confiar en Dios, a pesar de las experiencias contradictorias. Hemos sido liberados de la esclavitud del pecado, estamos llamados a ser libres y a dar frutos ahí donde Dios nos ha puesto

Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279)

«Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5,18)

¿Cuáles son los efectos del sacrificio de Cristo en la Cruz? Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) del Hijo de Dios reconcilia a la humanidad entera con el Padre. El sacrificio pascual de Cristo rescata, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y definitivo, y le abre a la comunión con Dios. (Compendio Catecismo 122)

Este sacrificio se traduce en sanación y elevación. Sanación porque el pecado nos había herido, corrompido y su gracia nos devuelve la inocencia, nos permite la gracia de volver a nacer de nuevo.  «El mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados.» (1 P 2,24)

Al mismo tiempo que somos sanados, somos elevados, elevados a una comunión, intimidad que habíamos perdido por el pecado. Nos había distanciado de Dios. Elevados a la condición de hijos de Dios, hijos en el Hijo.

Ahora esa salvación tiene que ser libremente acogida. La redención objetiva es saber que hemos sido salvados por la muerte de Jesucristo, ha pagado nuestros pecados. Pero la redención subjetiva, quiere decir que tenemos que acoger esa gracia, hay que personalizarla, abrirnos a ella, acogerla libre y responsablemente.

«Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado» (Lc 15, 24)

Una gran fiesta, una gran alegría de la cual nosotros tenemos que participar, participar del amor de Dios que nos quiere amar. San Bernardo de Claraval, santo del siglo XII, al comentar esta parábola resalta un aspecto: y es el desprecio del amor de Dios. Cuando el hijo pródigo se encuentra con su Padre, éste espera que el Padre no lo va a recibir de inmediato, le va a estar escuchando todo el discurso que traía preparado, pero su gran sorpresa es ver como el Padre sale a su encuentro y no lo deja terminar de hablar.

El hijo pródigo había pensado que el pecado era el daño que se había hecho así mismo y ahora entiende que la esencia del pecado es el daño que le había hecho a su padre. Si me acoge el padre con esta alegría, significa que había estado ansioso, sufriendo a la espera de este momento. La alegría es proporcional al sufrimiento. Lo más grave del pecado no es el daño que me hice, o el que provoqué en lo demás, lo más grave es haber despreciado el amor de Dios. Que injustos hemos sido con Dios, que amándonos lo hemos ignorado, traicionado.

El hijo mayor también despreciaba este amor gratuito, aun estando en casa no aprecia el amor de su padre, no había malgastado los bienes del padre, pero tenía el mismo pecado, que era despreciar el amor de su Padre. Alégrate, porque estamos en un camino de conversión para reconocer que Dios ha quitado de nosotros las esclavitudes de este mundo, alégrate porque sana nuestras heridas, nos eleva a una amistad con Él y alégrate porque quiere darnos su amor gratuito, que lo vivamos y poder salvarnos.

Feliz domingo.

Paúl Fernando Tinoco Mejía

Presbítero de la Diócesis de Matagalpa-Nicaragua. Rector del Seminario Mayor San Luis Gonzaga de la Diócesis de Matagalpa.

Te puede interesar leer esto

0 comentarios

Deja un comentario