Estimados hermanos: la alegría de la Pascua sigue resonando con intensidad en la liturgia. Hoy concluimos con la octava de Pascua y nos unimos a toda la Iglesia que vive la alegría de la Resurrección. El segundo domingo de Pascua, también conocido como domingo de la Misericordia o domingo de Tomás, nos vuelve a situar en el momento en el que los discípulos conocen la noticia de la resurrección. Esta noticia que pueden contemplar en la visión del Resucitado debe ser compartida a los demás.
La alegría de la Resurrección
El primer gran tema de este domingo es la alegría que provoca la contemplación de la resurrección. El evangelio que hemos escuchado hoy nos muestra cómo los discípulos estaban en un estado emocional bastante complejo. Se sentían derrotados y temerosos por la posible persecución que los judíos iban a ocasionar. El miedo los había llevado a encerrarse y colocar barreras protectoras. Ante este hecho, el Señor les hace visible. El resucitado se les presenta y les lleva paz. Esta experiencia de la visión (contemplación) del Resucitado hace cambiar esta actitud, en una experiencia de alegría.
En muchas ocasiones también nosotros, los discípulos del siglo XXI, podemos estar agobiados, temerosos y aterrorizados por los problemas y dificultades de la vida. Esto nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos, a tender muros que nos separan de los demás, a buscar protecciones y seguridades en diferentes lugares, sustancias, personas y actividades. El miedo ocasiona, en muchas ocasiones, el pecado. El Señor Resucitado sale a nuestro encuentro para devolvernos la alegría. Contemplar al Resucitado nos permite convertir nuestras inseguridades y preocupaciones en fe y esperanza.
Ver al Resucitado
La experiencia de la contemplación permitió a los discípulos tener la convicción firme de la divinidad de Jesucristo. Los discípulos vieron a Jesús y por eso, después, fueron a predicarlo. No tenían más miedo, porque habían visto al Resucitado. Ver al Resucitado cambió toda su vida, ver sus manos y su costado, herido pero transformado. Esta misma experiencia de encuentro con el Resucitado, de contemplación de su cuerpo glorioso, de su poder y fuerza, de su misericordia; es la que debemos buscar los discípulos.
Solo quien ha tenido la grata y maravillosa experiencia del encuentro personal con el Resucitado es capaz de transformar las tristezas, miedos y angustias en fe, paz, esperanza y alegría. Solo aquel que es capaz de encontrarse cara a cara con el Señor es capaz de tener paz en medio de las tormentas, ser luz en las sombras y tener alegría en las dificultades. Esto sucede porque al contemplar a Cristo Resucitado, los cristianos vemos que ninguna dificultad, problema o adversidad son invencibles. Cristo ha vencido a la muerte y, con su misericordia, nos rescata a nosotros de cualquier adversidad o problema.
Ver para creer
El segundo gran tema de este domingo es la prueba de Tomás. A santo Tomás lo hemos criticado como el incrédulo. Pero, si tenemos en cuenta que los discípulos estaban encerrados (ellos también eran incrédulos). Santo Tomás es solo un ejemplo de la experiencia necesaria y normal de la contemplación. Para tener fe es necesario encontrarnos y contemplar al Resucitado. Por ello dice el Señor: «Dichosos aquellos que creen sin haber visto». Son personas extraordinarias, que a pesar de no ver, creen. Lo normal, para un cristiano es ver al Señor.
¿Cómo lo podemos ver? El Señor se nos presenta a todos a través de su Palabra, de la Eucaristía, de una confesión, en una oración personal, en un rosario o novena, en un paseo por la naturaleza, en la charla con un amigo. El Señor Resucitado se sigue apareciendo a sus discípulos que están encerrados o aquellos que quieren meter su mano en su costado. La pregunta que debemos hacernos hoy es: ¿Nosotros queremos ver al Señor Resucitado?
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