Queridos hermanos. El Señor nos invita a su banquete dominical en esta Eucaristía. Él nos permite ser invitados a disfrutar de la mesa de su Palabra y de su Cuerpo. Somos sus invitados de honor y nos sienta en los primeros puestos para que recibimos este alimento espiritual que nos va fortaleciendo y configurando como sus discípulos. Además, nos envía a llevar a esta palabra a los que no vinieron. En las lecturas de hoy, particularmente, nos pide reflexionar en torno a la virtud de la humildad.
La humildad con Dios y con los hombres
A lo largo de la historia y de las diferentes culturas y pueblos, la virtud de la humildad ha sido valorizada y promovida como un tesoro de alguien que practica la bondad y la justicia. El humilde es alabado y reverenciado como alguien que es capaz de encontrar su verdad. Los textos que hemos escuchado hoy, nos permiten conocer más sobre la humildad en el mundo judeocristiano. La primera lectura (tomada del libro de Eclesiástico) recoge algunos dichos del mundo judío sobre la humildad. Podemos notar, sin embargo, que esta virtud implica un tipo de relación no solo con los demás hombres sino con el mismo Dios. Según el texto, quien practica la humildad es querido y cae bien ante los demás; además, Dios glorifica a los humildes. Como dice el Magníficat: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,12).
El Evangelio de este día también nos explica los beneficios de quien practica la humildad. Jesús se encuentra en una fiesta y ve cómo los fariseos, personas que eran generalmente caracterizadas como orgullosas (acto contrario a la humildad), que gustaban de ser vistos y se jactaban de saber mucho; quieren ocupar los primeros puestos. Jesús nos interpela a través de una parábola. Él nos invita a dejar que sea el convidante que nos ubique en nuestro lugar. Esta es una enseñanza sobre la condición de invitados a la vida (de creaturas). Dios es el que convida al banquete de la vida y Él es quien nos puede poner o no en los primeros puestos. Por lo tanto, no es cristiano querer o parecer ser mejores o más importantes que los demás.
¿Qué es la humildad y el orgullo?
Ahora bien, definamos qué es la humildad. La palabra humildad proviene del latín humus que significa tierra. De ahí que está relacionada con la verdad de las limitaciones del ser humano: en primer lugar que ha sido creado, que es limitado, finito e imperfecto. Un ser humilde es aquel que reconoce que no es el centro del Universo y que no todo gira en torno a Él. Según Santo Tomás de Aquino, la virtud de la humildad «consiste en mantenerse dentro de los propios límites sometiéndose a la autoridad superior sin intentar alcanzar aquello que está por encima de uno» (Suma Contra Gentiles, lb. IV, cap. IV, tr. Rickaby).
El orgullo sería el acto contrario a la humildad. Sin embargo, este acto tiene dos vertientes. Si bien es cierto, hay un orgullo sano cuando se festeja algún logro personal o recompensa por el esfuerzo; este se puede desvirtuar cuando absolutizamos y le damos más importancia del que tiene ese esfuerzo, cualidad o, incluso, ser. El orgulloso es el que no es consciente de su verdad ni de sus limitaciones. El orgullo generalmente está acompañado de la soberbia y de la avaricia. Quien no practica la humildad está, en muchas ocasiones, cegado por la mentira y el poder.
¿Cómo practicar la humildad?
La Verdad es el camino de la humildad. Ser humilde de ninguna manera es ser un tonto o un pusilánime, que deja que hagan consigo lo que quieran; en cambio, es saber reconocer cuál es nuestra condición ante Dios y ante las demás personas. Nuestra condición es la de seres creados por Dios, inteligentes y con muchas capacidades, pero finitos y dispensables. Por muy importantes que creamos ser, por muy poderosos que creamos que somos, ante Dios y los demás somos simples creaturas. Ya sea el mismo Papa de la Iglesia, como el Rey de cualquier nación, todos somos seres de paso.
Como decía santa Teresa de Jesús: «El Señor es muy amigo de la humildad». Él nos invita a ser humildes como Él lo fue: «Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). ¿Por qué Él es tan amigo de la humildad y, en el evangelio de hoy nos invita a ser humildes? Porque es la Verdad (Cf. Jn 14, 6). Así lo explica santa Teresa en su obra Camino: «porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira.» (VI Moradas 10,7).
Tratemos de reconocer nuestra condición humana creada, para ser humildes siempre. Recordemos que no somos seres absolutos, que no somos más importantes que los demás por tener algún servicio o saber algo. Todos necesitamos de los demás en algún momento y no somos seres absolutos. Humillémonos para que el Señor nos enaltezca.
¡Feliz domingo!
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