Estimados hermanos. Nos reunimos domingo a domingo para presentarnos ante Dios en el templo de nuestros pueblo o ciudad. Estamos aquí ante aquel que puede juzgarnos para implorar por su misericordia. Todos los cristianos nos reconocemos pecadores salvados. Ante el Juez, nosotros que no somos justos esperamos su justicia, su misericordia, su compasión. Somos pecadores que pedimos como el publicano: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».
Solo Dios es juez
Las lecturas de este domingo tienen una gran enseñanza: solo Dios es juez. Esto es así porque solo él es los suficientemente justo ante los demás. Su justicia se reparte a todos, especialmente a aquellos que más lo necesitan. Escuchamos en la primera lectura cómo el Señor «no cuenta el prestigio de las personas», «no hay acepción del personas en perjuicio del pobre». Él tiene en cuenta al huérfano, al oprimido, a la viuda. Su justicia no tarda en favor del necesitado, porque su justicia es misericordia, compasión, ternura y amor. Su corazón de Padre se inclina hacia aquel que lo necesita, al que lo implora cuando está pasando necesidad.
La justicia de Dios no es como la de este mundo. No se basa en la lógica legalista ni externa de los actos del hombre. Él ve el corazón del hombre, el lugar donde se almacenan los sentimientos, sufrimientos, esperanzas, anhelos y miedos. Él ve al hombre tal cual es, no sus acciones y palabras externas. Dios es un Padre que conoce muy bien a sus hijos y es capaz de ver más allá de lo que vemos nosotros. Además, por supuesto, Dios no se deja llevar por los estándares humanos. Su justicia es distinta, su justicia es el amor.
El orgullo y la humildad
Hay una actitud importante en la vida religiosa: la verdad de Dios. Cuando reconocemos que Dios es el único juez de los hombres y que solo él puede juzgar a los demás, nos vamos interesando más por nuestra propia vida interior. Además, cuando cae en la cuenta de que la verdad de Dios es su propia misericordia y compasión con aquellos que lo necesitan; entonces comienza a existir en él la virtud de la humildad. El hombre se reconoce pecador y suplica compasión. En cambio, cuando el centro de la religiosidad es el propio ego, los logros humanos y la perfección exterior, ahí aparece la soberbia y lo que se conoce como fariseísmo espiritual.
En el evangelio de hoy, hemos escuchado a dos personajes que retratan perfectamente estas dos actitudes: en primer lugar tenemos al fariseo, un religioso distinguido y respetado en su sociedad, pero soberbio y orgulloso que se volvía juez de los demás. El fariseo estaba erguido (actitud de orgullo), usaba muchas palabras y todas eran sobre él. Por otro lado, un pecador público, un publicano que cobraba impuestos a los judíos para dárselos a los romanos, un traidor a la religión que era excluido. Él que estaba atrás y agachado (humilde) solo estaba interesado por lo que pensara Dios de él. Este pedía perdón y se reconocía pecador.
Dios se fija en el humilde
Jesús nos comenta hoy que el que se fue justificado (es decir, salvado, que ha recibido la justicia de Dios) fue el pecador, el publicano, el humilde. Dios se fija en el humilde, en el que reconoce su verdad y se pone en manos de Dios. No se fija en el soberbio y autosuficiente, en el que está constantemente juzgando a los demás y se siente salvado por sus propias obras y no por la misericordia de Dios. Hoy nosotros podemos ser como el fariseo y debemos tener cuidado de no caer en esa tentación. No es malo ser piadoso y tratar de cumplir con nuestras obligaciones religiosas, siempre y cuando ello no me haga sentir autosuficiente y juez de los demás. Solo Dios es juez.
Ojalá que nos humillemos constantemente ante Dios para que podamos ser enaltecidos. Reconozcamos nuestra verdad, nuestro pecado, nuestras faltas de amor ante Dios. Tenemos la oportunidad de hacerlo hoy en esta Eucaristía. Que el Señor nos bendiga.
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