Estimados hermanos. Después de la celebración de Todos los Santos y la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, en las que pudimos contemplar las Iglesias triunfante y purgante; la liturgia continúa con su enseñanza de los misterios que existen después de la muerte. Dirigimos nuestra mirada a los misterios escatológicos (las últimas cosas o novísimos: muerte, juicio, infierno y paraíso). En esta ocasión quisiera compartir con ustedes una excelente homilía de san Juan Pablo II el 11 de noviembre de 2001, que nos ayudará a profundizar en las lecturas de este domingo.
1. “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos” (Lc 20,38).
El 2 de noviembre celebramos la conmemoración de Todos los fieles difuntos. La liturgia de este XXXII domingo del tiempo ordinario vuelve nuevamente a este misterio, y nos invita a reflexionar en la realidad consoladora de la resurrección de los muertos. La tradición bíblica y cristiana, fundándose en la palabra de Dios, afirma con certeza que, después de esta existencia terrena, se abre para el hombre un futuro de inmortalidad. No se trata de una afirmación genérica, que quiere satisfacer la aspiración del ser humano a una vida sin fin. La fe en la resurrección de los muertos se basa, como recuerda la página evangélica de hoy, en la fidelidad misma de Dios, que no es Dios de muertos, sino de vivos, y comunica a cuantos confían en él la misma vida que posee plenamente.
2. “Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor” (Salmo responsorial).
La antífona del Salmo responsorial nos proyecta a esa vida más allá de la muerte, que es meta y realización plena de nuestra peregrinación aquí en la tierra. En el Antiguo Testamento se asiste al paso de la antigua concepción de una oscura supervivencia de las almas en el sheol a la doctrina mucho más explícita de la resurrección de los muertos. Lo testimonia el libro de Daniel (cf. Dn 12, 2-3) y, de manera ejemplar, el segundo libro de los Macabeos, del que ha sido tomada la primera lectura que se acaba de proclamar. En una época en la que el pueblo elegido era perseguido ferozmente, siete hermanos no dudaron en afrontar juntamente con su madre los sufrimientos y el martirio, con tal de no faltar a su fidelidad al Dios de la Alianza. Vencieron la terrible prueba, puesto que estaban sostenidos por la esperanza de que “Dios mismo nos resucitará” (2 Mac 7, 14).
Al admirar el ejemplo de los siete hermanos narrado en el libro de los Macabeos, reafirmamos con firmeza nuestra fe en la resurrección de los muertos ante posiciones críticas incluso del pensamiento contemporáneo. Este es uno de los puntos fundamentales de la doctrina cristiana, que ilumina consoladoramente la entera existencia terrena.
3. Dios Padre, que en Cristo Jesús “nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas” (2Tes 2,16-17).
Queridos hermanos y hermanas, con estas palabras del apóstol san Pablo, que han resonado en nuestra asamblea litúrgica, os animo a proseguir vuestro diario compromiso cristiano. Para un fecundo apostolado de bien, sed fieles a la oración y permaneced anclados en la sólida roca que es Cristo. Que os ayude en este itinerario espiritual el beato Luis Orione. Os asista la Virgen, que desde esta colina vela sobre la ciudad y a la que vosotros, feligreses, tenéis como patrona con el hermoso título de Santa María Madre de Dios. A ella, Madre de Dios y de la Iglesia, os encomiendo a todos. Que os proteja y acompañe en cada momento. Amén.
0 comentarios