Queridos hermanos. Después de la celebración de la Navidad, la Iglesia nos invita a introducirnos en el tiempo Ordinario. Un tiempo especial para poder conocer al Señor en su día a día: cómo predicaba, llamaba a sus discípulos, los enviaba a la misión, sanaba, liberaba, etc. El tiempo ordinario nos permitirá hacer crecer nuestra relación con el Señor en la medida en la que nos dejemos permear de la sabiduría de la Palabra proclamada.
En esta ocasión, he querido compartir una hermosa homilía del papa Francisco para este domingo. Me parece que trata un tema bastante interesante en la vida de una parroquia.
II Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A).
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santa Maria a Setteville.
Domingo 15 de enero del 2017.
El Evangelio nos presenta a Juan [el Bautista] en el momento en el que nos da testimonio de Jesús. Viendo a Jesús venir hacia él, dijo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: «Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí»» (Juan 1, 29-30). Este es el Mesías. Da testimonio. Y algunos discípulos, escuchando este testimonio —discípulos de Juan— siguieron a Jesús; fueron detrás de Él y se quedaron contentos: «Hemos encontrado al Mesías» (Juan 1, 41). Han escuchado la presencia de Jesús. ¿Pero por qué han encontrado a Jesús? Porque ha sido un testigo, porque ha habido un hombre que ha dado testimonio de Jesús.
Así sucede en nuestra vida. Hay muchos cristianos que profesan que Jesús es Dios; hay muchos sacerdotes que profesan que Jesús es Dios, muchos obispos… ¿Pero todos dan testimonio de Jesús? ¿O ser cristianos es como… una forma de vivir como otra, como ser hincha de un equipo? «Pero sí, soy cristiano…». O como tener una filosofía: «Yo cumplo los mandamientos, soy cristiano, tengo que hacer esto…». Ser cristiano, en primer lugar, es dar testimonio de Jesús. Lo primero. Y esto es lo que han hecho los Apóstoles: los Apóstoles han dado testimonio de Jesús, y por esto el cristianismo se ha difundido en todo el mundo. Testimonio y martirio: lo mismo. Se da testimonio en lo pequeño, y algunos llegan a lo grande, a dar la vida en el martirio, como los Apóstoles. Pero los Apóstoles no habían hecho un curso para convertirse en testigos de Jesús; no habían estudiado, no fueron a la universidad. Habían escuchado al Espíritu dentro y han seguido la inspiración del Espíritu Santo; han sido fieles a esto. Pero eran pecadores, ¡todos! Los doce eran pecadores. «¡No, Padre, solamente Judas!». No, pobrecillo… Nosotros no sabemos qué ha sucedido después de su muerte, porque la misericordia de Dios está también en el momento. Pero todos eran pecadores, todos. Envidiosos, tenían celos entre ellos: «No, yo tengo que ocupar el primer lugar y tú el segundo…»; y dos de ellos hablan con la madre para que vaya a hablar con Jesús y que les dé el primer lugar a sus hijos… Eran así, con todos los pecados. También eran traidores, porque cuando Jesús fue capturado, todos se escaparon, llenos de miedo; se escondieron: tenían miedo. Y Pedro, que sabía que era el jefe, sintió la necesidad de acercarse un poco a ver qué sucedía; y cuando la asistenta del sacerdote dijo: «Pero tú también eres…», dijo: «¡No, no, no!». Renegó de Jesús, traicionó a Jesús. ¡Pedro! El primer Papa. Traicionó a Jesús. ¡Y estos son los testigos! Sí, porque eran testigos de la salvación que Jesús lleva, y todos, por esta salvación se han convertido, se han dejado salvar. Es bonito cuando, en la orilla del lago, Jesús hace ese milagro [la pesca milagrosa] y Pedro dice: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lucas 5, 8). Ser testigo no significa ser santo, sino ser un pobre hombre, una pobre mujer que dice: «Sí, soy pecador, pero Jesús es el Señor y yo doy testimonio de Él, y yo busco hacer el bien todos los días, corregir mi vida, ir por el camino correcto».
Solamente quisiera dejaros un mensaje. Esto lo entendemos todos, lo que he dicho: testigos pecadores. Pero, leyendo el Evangelio, yo no encuentro un cierto tipo de pecado en los Apóstoles. Algunos violentos había, que querían incendiar un pueblo que no les había acogido… Tenían muchos pecados: traidores, cobardes… Pero no encuentro uno: no eran chismosos, no hablaban mal de los otros, no hablaban mal uno de otro. En esto eran buenos. No se «desplumaban». Yo pienso en nuestras comunidades: cuántas veces, este pecado, de quitarse la piel el uno al otro, de hablar mal, de creerse superior al otro y ¡hablar mal a escondidas! Esto, en el Evangelio, ellos no lo han hecho. Han hecho cosas feas, han traicionado al Señor, pero esto no. También en una parroquia, en una comunidad donde se sabe… este ha engañado, este ha hecho esa cosa…, pero después se confiesa, se convierte… Todos somos pecadores. Pero una comunidad donde hay chismosos y chismosas, es una comunidad incapaz de dar testimonio.
Yo diré solamente esto: ¿queréis una parroquia perfecta? Nada de chismes. Nada. Si tú tienes algo contra uno, vas a decírselo a la cara, o dilo al párroco; pero no entre vosotros. Este es el signo de que el Espíritu Santo está en una parroquia. Los otros pecados, todos los tenemos. Hay una colección de pecados: uno toma este, uno toma ese otro, pero todos somos pecadores. Pero eso que destruye, como el gusano, a una comunidad son los chismorreos, a la espalda.
Yo quisiera que en este día de mi visita esta comunidad hiciera el propósito de no chismorrear. Y cuando te vienen ganas de decir un chisme, muérdete la lengua: se hinchará, pero os hará mucho bien, porque en el Evangelio estos testigos de Jesús —pecadores: ¡también han traicionado al Señor!— nunca han chismorreado uno del otro. Y esto es bonito. Una parroquia donde no hay chismes es una parroquia perfecta, es una parroquia de pecadores, sí, pero de testigos. Y este es el testimonio que daban los primeros cristianos: «¡Cómo se aman, cómo se aman!». Amarse al menos en esto. Comenzad con esto. El Señor os dé este regalo, esta gracia: nunca, nunca hablar mal uno del otro.
Gracias.
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