Queridos hermanos, celebramos el primer domingo de Cuaresma. Con el miércoles de ceniza hemos iniciado un camino que concluirá con la celebración del evento central del cristianismo: la Pascua. Es un itinerario marcado por el llamado a la conversión, por la penitencia, por recordar nuestra condición frágil de pecado, de contingencia, de necesidad de Dios. En este recorrido de 40 días somos invitados a caminar en el desierto de nuestra vida para fortalecernos ante las tentaciones que se nos presentan. Es un camino de pruebas y tentaciones que se viven no solo en la Cuaresma, sino también en toda la vida.
La cuaresma es un camino que, como hemos dicho anteriormente, tiene un fin. Los cristianos no vivimos la vida sin rumbo ni horizonte, y aun cuando atravesamos los duros caminos de la vida, tenemos una meta: la Resurrección. Si no tenemos en cuenta que esta celebración de la Cuaresma es una preparación para un encuentro con Cristo Resucitado, este tiempo profundo se quedará simplemente envuelto en ritos y tradiciones. Las costumbres, celebraciones, viacrucis, novenas (que de suyo no están mal) si no se centran en su verdadero sentido son nada. ¿Quiero encontrarme con Cristo en la Pascua? ¿Qué estoy haciendo en prepararme para ello?
Hoy iniciamos el primer domingo de este camino y las lecturas de hoy tienen como tema central la tentación en Adán y en Cristo
La Tentación en Adán y Eva
La primera lectura de este domingo está tomada de los primeros capítulos del Génesis. Una lectura interesante y enriquecedora que siempre es bueno releer y comprender. De estos pequeños capítulos de la Biblia se ha extraído muchas consecuencias para la comprensión antropológica que la Teología católica nos ofrece. Dos rasgos quiero destacar de esta perícopa.
El primer punto es la creación del hombre: por todos es conocida la narración. Poco importan los detalles científicos. El texto no nos quiere decir cómo se creó al hombre, sino Quién. Ese “Quién” (con mayúsculas) tiene un nombre: Dios. Nuestro ser no es autónomo, no aparecimos de la nada: somos contingentes. Que Dios nos ha creado significa que nuestra vida está en relación con Él y que también compartimos la misma dignidad que las otras creaturas.
El segundo punto es la narración del pecado original: ¿Dios quiso prohibir el conocimiento? Podemos pensar eso a la hora de explicar este texto que Dios quiso prohibir el conocimiento. Pero el autor no muestra realmente eso. Quiere evidenciar cómo la serpiente seduciendo a la mujer le dice: «¿Conque Dios les ha dicho que no coman de ningún árbol del jardín?». ¡Eso no lo había dicho Dios! La serpiente, representación del Diablo y del mal personificado, realiza una alteración del mandato divino. Su envidia hace que la mujer vea los mandamientos de Dios como algo exagerado, como una carga, como una imposición, como algo difícil y sin sentido. La mujer ve atractivo desobedecer y sobre ello pesa el «abrírsele los ojos». A partir de Adán y Eva se le abrieron los ojos a toda la humanidad, y nos hemos visto desnudos, desprotegidos, indefensos. La muerte entró en la historia. Constantemente el diablo nos llama al pecado: esto es la concupiscencia.
Por un hombre todos pecaron
San Pablo explica este misterio: cómo por un hombre todos pecamos. Releamos: «Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron[…] por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores». La Iglesia no inventó el pecado original de la nada. Hemos sido afectados por el pecado de ese hombre que menciona Pablo. Lo podemos notar constantemente a nuestro alrededor, en nuestro día a día. Tenemos una naturaleza herida, estamos indefensos ante el pecado. Estamos inclinados a pecar: somos tentados constantemente.
La doctrina de la concupiscencia es una realidad antropológica, psicológica que podemos evidenciar todos. Muchas veces con San Pablo también decimos: «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,19). Nos vemos desnudos, desprotegidos, desolados. ¿Quién nos va a salvar? La respuesta es Cristo que ha venido a pactar una alianza con nosotros. Por su muerte y resurrección (por su Misterio Pascual), en Cristo hombre nuevo, podemos alcanzar una vida nueva. Su gracia nos restaura, su poder nos aleja del pecado, su ejemplo nos arrastra a cargar con nuestra cruz. Si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado a través de uno solo, con cuánta más razón los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo: Jesucristo.
El ejemplo de Jesucristo
Jesucristo también fue tentado como Adán, Pablo y como nosotros. Él es verdadero hombre y, aunque nunca pecó, quiso experimentar lo que nosotros experimentamos: la tentación. Como decía san Ireneo: «Lo que no es asumido, no es redimido». Así, Jesús asumió nuestra condición humana, inclusive en la desnudez: en la concupiscencia. No porque su naturaleza humana estuviese dañada, sino porque no había sido plenificada en la Resurrección. Y por eso se dejó tentar. No quiero aquí explicar cada una de las tentaciones: eso daría para muchos artículos. Me limito a señalar la idea que nos presenta la liturgia: la tentación de Cristo. A diferencia de nuestros primeros padres, Jesús sabe reconocer que lo que el Diablo le ofrece es una trampa, una alegría efímera, una mentira. Si Jesús acepta lo que Satanás propone, estaría rompiendo su alianza, su relación con Dios.
En segundo lugar, descubrimos que Jesús fue capaz de vencer al demonio por algunos instrumentos importantes: la guía del Espíritu Santo, la oración, su viaje al desierto, ayunar y conocer las Escrituras. En definitiva, por estar con Dios, por creerle, por amor a su alianza. Sin esa seguridad y amor, seguramente Jesús no hubiera podido vencer con sus mismas armas al demonio. ¿Se han preguntado ustedes por qué los evangelistas insisten en estas tentaciones? Están presente en los tres sinópticos y de alguna manera se evidencia en San Juan. ¿Qué hubiera pasado si Jesucristo se hubiera dejado vencer? Gracias a Dios no lo sabemos, ni es nuestro asunto. Solo reflexionemos en que Jesucristo venció al demonio no solo en el desierto, sino sobre todo en la cruz.
Consecuencias prácticas
Todo lo dicho anteriormente nos enseña varias cosas:
- Lo primero es que nuestra naturaleza está dañada: el pecado está presente y nos llama.
- Cada vez que pecamos rompemos la alianza con Dios, nos alejamos de su amistad, decidimos cerrarnos a su amor y protección.
- Jesucristo nos regala la oportunidad de darle la vuelta a las tentaciones a través de su gracia, pero necesita también que nosotros nos preparemos, nos esforcemos a través de las herramientas: ir al desierto (cuaresma), la oración, el ayuno y la penitencia.
- ¿Qué estoy haciendo yo para vencer el pecado? ¿Quiero fortalecerme en este camino que la Iglesia me ofrece, al que el Espíritu Santo me está llamando, o lo haré como cualquier otro camino sin prepararme y entonces la tentación me consumirá? ¿Qué medios pongo para evitar caer en pecado? ¿Pido la fuerza de Dios? ¿Comulgo, me confieso? ¿Qué acción voy a tomar para esta semana?
Feliz domingo
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