El tiempo de Navidad, al igual que la Pascua, está precedido de un tiempo de preparación. La palabra “adviento” era utilizada para designar la llegada de un soberano a un pueblo. Los cristianos asumieron esta palabra para expresar su relación especial con Jesucristo. Escribía Josep Ratzinger, que para los cristianos: “Cristo es el rey que ha venido a la pobre zona de provincia de la tierra y que regala a la tierra la fiesta de su venida.”
Con al Adviento comenzamos un tiempo litúrgico en el que se celebra la venida del Señor Jesucristo. A través de las 4 velas, que forman la corona de Adviento, podemos extraer una reflexión sobre cómo vivir este tiempo. Desde los colores, himnos, todos los actos, hasta los gestos litúrgicos; todos los símbolos nos dan una catequesis de cómo vivir este tiempo. La Iglesia nos invita a recibir convenientemente y con un corazón agradecido este beneficio tan grande, a enriquecernos con su fruto y a preparar nuestra alma para la venida de nuestro Señor Jesucristo con tanta solicitud como si hubiera él de venir nuevamente al mundo.
Veremos cuatro aspectos a tener en cuenta para vivir mejor este tiempo:
Penitencia
Como sabemos, en este tiempo litúrgico sobresale el color morado, lo que significa que es un tiempo de conversión y de penitencia. Es una invitación al arrepentimiento como inicio del camino hacia Dios. Hemos de hacer examen de conciencia para apartar de nuestra vida todo aquello que nos aleja de Dios, o sea, el pecado. Y en este sentido es una penitencia gozosa, pues no hay mayor alegría para un enfermo que tener a mano la vacuna que le cura con seguridad absoluta de todos sus males ya sean epidémicos o endémicos. Pues creamos de una vez que la enfermedad es el pecado, el enfermo cada uno de nosotros y la vacuna es la confesión.
Nos dice San Carlos Borromeo: “La Iglesia celebra cada año el misterio de este amor tan grande hacia nosotros, exhortándonos a tenerlo siempre presente. A la vez nos enseña que la venida de Cristo no sólo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa, y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, ordenando nuestra conducta (conversión y penitencia) conforme a sus mandamientos.” (San Carlos Borromeo, obispo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, t. 2, Lyon 1683, 916-917)
Silencio
“Pero cuando tú vayas a hacer oración, métete en tu habitación, y luego que hayas cerrado la puerta haz oración a tu Padre que está allí en lo secreto; y tu Padre que mira en lo secreto te lo premiará” (Mt 6, 6). Estas palabras de nuestro Señor nos indican como orar. La Oración que más agrada a nuestro Señor no es aquella que está llena de palabras, ruidosa o inclusive visible a través de palabras y fórmulas habladas; sino aquella oración que hacemos desde el corazón, la oración silenciosa que viene de nuestra alma y sube como incienso hasta el trono de Dios. ¿Cómo podemos entrar en el tipo de oración en la que simplemente estamos con nuestro Señor? El mundo es ruidoso y hace todo lo posible por apartanos del silencio, de este tipo de oración, ya que el demonio sabe que nos eleva y acerca a Dios.
Cultivar una vida orientada hacia el silencio y la contemplación es la forma en que podemos entrar en la “habitación secreta” de nuestra alma y morar con nuestro Señor. Si pensamos que podemos rezar solo un poco cada día, y luego dedicar una hora o más a la oración al mismo tiempo, entonces estamos tristemente equivocados. La oración debe ser un hábito, dado por la gracia de Dios, lo que significa que debemos orar durante el día y durante un tiempo más prolongado cuando tengamos la oportunidad. En este tiempo la debemos intensificar para preparar nuestro corazón, para que nazca el Salvador.
La Caridad
La caridad constituye la esencia del «mandamiento» nuevo que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se convierte en la demostración evidente del amor a Dios: «En esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser amados por el Padre: «El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
La máxima de todos nosotros los cristianos es la caridad, ella es el culmen de nuestra fe. El amor sostiene todo, “”si me falta el amor nada soy” (1 de Cor 13, 2) y no cabe duda que una de las cosas que debemos de practicar en este tiempo de preparación. Ya lo dijo San Juan Pablo II: “La caridad nos urge”; y debemos iniciar por nuestros entornos, en especial en nuestra familia que es donde más nos cuesta amar. La familia es esa primera Iglesia, la Iglesia doméstica, en la que en este tiempo también nos recuerda la liturgia, en una familia nació Jesús y la amó en totalidad.
Pero ¿cómo hago para crecer en el amor? Para crecer en este amor, debo de iniciar con los dos puntos anteriores, porque el amor surge, amando primero a Dios sobre todas las cosas y después de esa experiencia de amor podre amar a mis semejantes y a los más cercanos. Una forma de amar es sirviendo, ayudar en tu casa en lo que se necesite, poniendo en acción las obras de misericordia.
La Escucha
Viene a mi mente aquellas palabras de Jesús que les dirige a los fariseos: “En ellos se cumple aquella profecía de Isaías: ‘Oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos… porque no quieren convertirse ni que Yo los salve” (Mt 13, 10-17). ¡Qué importante es escuchar! Es que el Señor nos habla a cada momento, pero muchas veces o la gran mayoría de veces no le escuchamos, porque no poseemos esta actitud que está muy estrechamente unidad al silencio.
Solo traigo a mi memoria todas las veces que me ha pasado, y estoy seguro que a ti también, cuando nuestros padres nos mandaban a hacer mandados o comprar algo y nos decían: “escucha bien”; y nos comenzaban a decir lo que debíamos hacer o traer. Estoy seguro que muchas veces llevábamos cosas que no eran, por no saber escuchar, oímos, pero no escuchábamos. En el escuchar requerimos más atención del simple oír.
Miremos a María, nuestra madre, que por tener actitud de escucha pudo responder generosamente al mandato de Dios (cf. Lc 1, 26-38). Dice el papa Francisco que «Los grandes saben escuchar y de la escucha “hacen” porque su confianza y su fuerza está en la roca del amor de Jesucristo». Pongamos más atención en este tiempo y estemos abiertos a la escucha de todo, para ver los vestigios de Dios, para estar atento a su voluntad y poder cumplir lo que nos pide.
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